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DIPUTADOS

El laberinto de la democracia criolla

Mientras escribo estas líneas, un diputado de Colón de cuyo nombre prefiero no acordarme, ordenaba a los miembros de la seguridad de la Asamblea Nacional que impidieran la entrada a miembros de la comunidad LGBT, que protestaban por los cambios hechos a la Constitución.

Unas horas antes, otra diputada acostumbrada a insultar, denigrar y mentir impunemente, afirmaba en las redes sociales que había votado en contra de una propuesta legislativa que “penaliza la deuda con cárcel”. Se trataba en realidad de una modificación a una ley ya existente sobre evasión fiscal, que nada tiene que ver con “cárcel por deudas”. Sin embargo, una vez más, la polémica diputada utiliza el miedo para venderse como “salvadora”.

El día anterior, probablemente el único panameño a quien la invasión militar de Estados Unidos lo favoreció -convirtiéndolo en el símbolo más acabado del clientelismo que hoy domina la política criolla-, insultaba y denigraba impunemente a un periodista local, mientras hacía uso de esa patente de corso en que se ha convertido la inmunidad parlamentaria. Y todo acompañado de la risa cómplice del presidente del parlamento.

Son solo tres ejemplos sucedidos durante las últimas horas, pero hay mucho más. Es la realidad de un Órgano Legislativo que sigue en caída libre hacia lo más oscuro de la política panameña, arrastrando con ella a los partidos políticos y a la democracia misma.

Y es que esos diputados que cada día nos sorprenden con su impericia y desparpajo, son miembros de unos partidos políticos que parecen desentendidos de la crisis que enfrenta la democracia panameña.

Basta dedicar unas horas a escuchar el debate parlamentario -especialmente los días en que se discutieron las reformas constitucionales- para llegar a la conclusión de que los diputados carecen de formación política, no son parte de un proyecto partidista alguno, no los mueven los objetivos de desarrollo humano para beneficio de las mayorías y, por lo visto, nada saben de la protección que requieren las minorías. Ignoran los límites de sus competencias y las reglas fundamentales de la democracia.

A pesar de ellos, actúan como si el cargo legislativo obtenido en las urnas el pasado mayo les permitiera abrir con talante autoritario todas las puertas, tomar cualquier decisión, proponer cualquier cosa, y decir lo que se les venga en gana. No existe ni un ápice de humildad o curiosidad intelectual en estos diputados novatos.

Son miembros de diversos partidos políticos, pero todo indica que la mayoría “milita” en los diversos grupos conservadores y fundamentalistas religiosos existentes, desde la ortodoxia católica, con el Opus Dei a la cabeza y los diversos grupos evangélicos, hasta quienes abrazan los discursos nacionalistas y xenófobos, mientras adversan los sistemas de protección internacional de derechos humanos. Es una especie de supra partido que está imponiendo su agenda antidemocrática con éxito.

Mientras esto sucede, los partidos políticos -de gobierno y oposición- convertidos en agencias de empleo, parecen únicamente interesados en la puja para colocar a sus militantes y activistas en la planilla estatal -o en la Asamblea en caso de la oposición-, aunque eso represente destruir la institucionalidad. Una vez más, el servicio civil profesional y despolitizado que requiere el país para poner a trabajar eficientemente la maquinaria estatal, no será posible. Saciar al monstruo del clientelismo partidista sigue siendo prioridad en este Panamá del siglo XXI.

La democracia panameña se encuentra peligrosamente empantanada en un laberinto clientelar, que tiene su origen en el diseño de representación parlamentaria creado en 1983, cuando se aprobaron unas reformas constitucionales con el pretendido objetivo de abrir algunos espacios para la democracia. Un diseño que casi 40 años y varias reformas constitucionales y electorales después, sigue vigente.

Se trata de un terrible círculo vicioso. El sistema electoral fomenta y produce el clientelismo, y ese clientelismo impide que exista una institucionalidad fuerte que enfrente con eficacia los problemas sociales para combatir con éxito los lacerantes problemas de desigualdad existentes, todo combinado con corrupción e impunidad. Es un laberinto, pero es preciso encontrar la salida. Se nos va el país en ello.

La autora es periodista, abogada y directiva de la Fundación Libertad Ciudadana


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