Las causas de la invasión



Al recordar la invasión de 1989, es importante reflexionar sobre sus causas. ¿Qué hechos indujeron a Estados Unidos a invadir a Panamá, produciendo cientos de muertes y pérdidas materiales que ascendieron a miles de millones de dólares?

Desde 1968, Panamá estaba sometida a una dictadura militar, corrupta y sanguinaria. Estados Unidos la apoyó desde sus inicios, porque sus estrategas concluyeron que un régimen castrense, obediente a su política exterior, era más conducente a la protección de sus intereses que un gobierno democrático y autónomo.

Estados Unidos quería evitar que un estallido nacionalista espontáneo, como el del 9 de enero de 1964, amenazara su control del canal y las bases militares. Le asustaba la posibilidad de que una guerrilla izquierdista desestabilizara al istmo. Temía que un movimiento revolucionario pudiese, eventualmente, tomar el poder en Panamá, como ocurrió en Cuba, e instaurar un gobierno opuesto a Washington en las propias riberas del canal de Panamá.

El cálculo estadounidense no falló. Entre 1968 y 1987, la dictadura militar proveyó a Estados Unidos la mejor protección a sus intereses. Eliminó la oposición, erradicó los modestos brotes guerrilleros que aparecieron en 1968-1969 y sometió a su control, mediante la corrupción y la compra de conciencias, a los sectores que pretendían algún grado de participación política.

Altos oficiales de la Guardia Nacional eran agentes pagados de los servicios estadounidenses de inteligencia, y la dictadura ejerció el poder de acuerdo con los intereses de Washington, que ya en 1967 había determinado que lo que más conveniente para proteger el canal era entregarlo, tras un largo período de transición, a Panamá.

En 1983, una de las figuras emblemáticas de esa dictadura, además de agente de la CIA—Manuel Antonio Noriega—obtuvo el control de la Guardia Nacional. Estados Unidos lo apoyó con bríos, a pesar de sus antecedentes criminales.

Noriega estaba obsesionado con mantener el poder a toda costa. En aras de ese objetivo, creó las denominadas “Fuerzas de Defensa de Panamá”, con respaldo estadounidense. Simultáneamente, Washington lo impelía a aparentar que el régimen se asemejaba a una democracia. Por eso accedió a que en 1984 se llevaran a cabo elecciones, pero ordenó al Tribunal Electoral que se las robara para imponer a su candidato.

Washington sabía perfectamente que el dictador había escamoteado la elección para imponer a quien el pueblo rápidamente bautizó como “Fraudito”. Hasta el propio embajador estadounidense, Everett Briggs, admitió a la corresponsal de La Prensa que el tal “Fraudito” había sido “instalado por el Tribunal Electoral [dominado por Noriega] y no por los votos del pueblo” (Betty Brannan Jaén, 30 de marzo de 2008).

En su sed insaciable de poder y control, en 1985, Noriega mandó a secuestrar, torturar y asesinar a Hugo Spadafora, en ese momento, su crítico más duro, quien lo había acusado de estar en contubernio con los carteles del narcotráfico. El dictador temía que Spadafora, quien había participado en movimientos guerrilleros en África y América Central, organizara una guerrilla en Panamá.

Pensó que la decapitación de Spadafora aterrorizaría a la población hasta inmovilizarla. Se equivocó: la ciudadanía empezó a movilizarse en torno a los reclamos de justicia por tan horrendo crimen. En el exterior, sobre todo en Estados Unidos, ese hecho espantoso comenzó a atraer atención hacia Panamá y las tropelías y excesos de la narcodictadura.

En junio de 1986, The New York Times publicó un reportaje sobre los desmanes de Noriega, cuyos contenidos fueron replicados por otras agencias noticiosas. El narcodictador aún gozaba del apoyo de Washington, aunque comenzaba a hacerse difícil que funcionarios norteamericanos lo apoyaran públicamente.

En noviembre del mismo año, estalló en Estados Unidos el escándalo “Irán-Contra”, un esquema de apoyo a los contrarrevolucionarios nicaragüenses financiado por ventas (prohibidas) de armas a Irán. Noriega, quien a petición de sus socios en el Pentágono había apoyado a la Contra enviándole dinero y armas, y quien, evidentemente, formaba parte del escándalo, ahora comenzaba a apestar en Washington.

Mientras en el Congreso empezaron a surgir críticas contra Noriega, las fiscalías federales de Miami y Tampa iniciaron investigaciones por narcotráfico. Cuando en junio de 1987 empezó espontáneamente en Panamá un movimiento de protesta contra la dictadura—la Cruzada Civilista—Noriega respondió con acciones represivas y un discurso seudo nacionalista que atribuía las acciones ciudadanas a un complot estadounidense encaminado a evitar el traspaso del canal a Panamá en 1999.

El dictador intensificó su retórica agresiva contra Washington y orquestó un ataque vandálico contra la embajada de Estados Unidos en Panamá. Cuando en 1988 se conocieron los llamamientos a juicio en Miami y Tampa, por narcotráfico, Noriega acusó al gobierno estadounidense de estar detrás de los encausamientos. Estados Unidos impuso sanciones económicas e intentó, a través de negociaciones y golpes internos, la salida de Noriega.

Las elecciones de 1989, que hubiesen permitido una solución pacífica a la crisis política causada por su irracional aferramiento al poder, fueron “anuladas” por el dictador. En los meses siguientes, las Fuerzas de Defensa aumentaron su hostigamiento en contra de personal estadounidense en Panamá.

El 15 de diciembre de 1989, Noriega ordenó a la rediviva Asamblea de Representantes que declarara a Panamá “en un estado de guerra, mientras dure la agresión desatada contra el pueblo panameño por el Gobierno de los Estados Unidos de América”. Al día siguiente, un miembro de las Fuerzas de Defensa mató a un oficial de la armada estadounidense.

Frente a estos antecedentes, no es extraño que Estados Unidos hubiese respondido con una acción militar, cuyos instigadores fueron, precisamente, Noriega y los sectores que lo apoyaban, algunos de los cuales aún se mantienen vigentes en el ámbito político. A ellos les debemos la invasión y la devastación que causó. No lo olvidemos en este luctuoso aniversario.

El autor es politólogo e historiador, director de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá


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