Todos los meses, el Papa León XIV, siguiendo los pasos de su antecesor, Francisco, comparte El Video del Papa a través de las redes oficiales del Vaticano, donde invita a orar por una intención especial. Este último mes, León invitó a orar por la convivencia común. Me llamó poderosamente la atención que, al momento de representar la división que existe entre las personas —por diferencias políticas y sociales, por muros que separan a ricos y pobres— se presentaran al mundo imágenes de Panamá, que evidencian, lamentablemente, las dos Panamá que tenemos.
Y sí, es la verdad: existe una Panamá para los ricos y allegados al poder, y otra Panamá, la de la mayoría de la población, que vive al día, o peor aún, sobrevive cada día.
Hay una Panamá donde se habla de miles de millones de dólares, de desarrollo, de progreso, de trabajo, “de edificios cancerosos y corazón de oropel”, como decía el maestro Rubén. Pero está la otra Panamá, donde el productor de alimentos no tiene caminos para sacar su producción, y comunidades enteras carecen de luz eléctrica o agua potable. No hace falta irse a las montañas para comprobarlo: en la misma majestuosa Ciudad de Panamá hay barriadas que no cuentan con agua potable.
Si hablamos de educación, la desigualdad es evidente. Mientras la educación privada se percibe como la mejor opción, no todos pueden acceder a ella. Incluso muchas familias que envían a sus hijos a colegios privados se ven desesperadas, moviendo cielo y tierra para mantenerlos allí. La mayoría de la población depende del sistema público, carente de infraestructura moderna y segura, y sin servicios básicos como agua y electricidad. En áreas apartadas la situación es peor: en este país, con un presupuesto de 34 mil millones de dólares, todavía existen las mal llamadas “escuelas rancho”. Niños reciben clases en salones improvisados con pisos de tierra; muchos arriesgan sus vidas cruzando ríos y montañas, a merced de la lluvia o de picaduras de serpientes, porque no hay caminos ni puentes dignos que los conduzcan a sus escuelas. Lamentablemente, algunos pierden la vida en ese sueño de querer estudiar, cuando una cabeza de agua apaga para siempre esa esperanza.
Muchos de esos niños llegan a sus escuelas con el estómago vacío, mientras empresas allegadas al poder buscan ganar licitaciones millonarias para repartir alimentos, perpetuando un ciclo en el que la necesidad de los panameños se convierte en negocio.
El sector salud también refleja estas dos caras. La salud privada es de alta calidad, con hospitales modernos y atención esmerada, pero no todos pueden costearla. La salud pública, en cambio, está literalmente en cuidados intensivos: hospitales deteriorados, quirófanos cerrados por fallas de aire acondicionado, mora quirúrgica creciente, escasez de medicamentos e insumos médicos. En las zonas rurales el panorama es aún más desolador: centros de salud que apenas se identifican por cuatro paredes con pintura desgastada. Es doloroso escuchar el relato de madres indígenas que narran la odisea de trasladar a sus hijos a un hospital en busca de atención urgente, porque en sus comunidades no existe un servicio digno de salud.
Panamá es un país rico con muchos pobres. Cifras del Banco Mundial y del propio Ministerio de Economía estiman en 20% la pobreza, lo que significa que casi un millón de panameños vive en esta condición. Un millón.
Urge que el gobierno mire con los ojos del corazón a cada panameño, reconociendo, como dice León, su “dignidad inviolable”, para lograr una sola Panamá, con oportunidades y desarrollo para todos, y erradicar la desigualdad que hoy nos consume.
El autor es trabajador independiente.
