Soy bastante escéptico de la historia. La veracidad de los sucesos, en muchos casos, responde a los discernimientos e intereses de los escritores del momento. Si escudriñamos tiempos muy remotos, la confiabilidad es incluso peor. Cuando se habla con tanta convicción sobre Jesús, por ejemplo, resulta obvio que la humanidad necesita líderes de manera desesperada, independientemente de si hayan sido o no sublimados de manera fraudulenta. Todos sabemos que las leyendas acerca del ídolo cristiano fueron plasmadas por autores que no figuraban como testigos de esa época y que solo obedecían a extractos de los evangelios que resaltaban su imagen, obviando los “apócrifos” no convenientes.
En la actualidad, con métodos más rigurosos para “evaluar evidencias pretéritas”, se podría argumentar que los textos bíblicos fueron la primera publicación de noticias falsas elaboradas por el ser humano.
Si quisiéramos rescatar el legado positivo de una tradición -siempre lo hay si rebuscamos afanosamente-, algunos de los valores atribuidos a los íconos religiosos de antaño (no matar, no robar, no codiciar), tenían como objetivo procurar una convivencia más pacífica entre los habitantes primitivos. Hoy en día, empero, ni los códigos paganos ni los mandamientos monoteístas deben regir el comportamiento humano. Los preceptos constitucionales y los principios bioéticos universales (autonomía, justicia, beneficencia, no maleficencia) son las guías legítimas para normar la conducta colectiva contemporánea.
Este preámbulo sirve para analizar la idolatría que miembros del PRD y arnulfismo dedican a sus extintos adalides. Omar Torrijos fue un cabecilla astuto, receptivo y carismático, que conciliaba posturas extremas de izquierda o derecha, bajo el paraguas de la soberanía nacional. Fue, no obstante, un dictador no elegido democráticamente que despreciaba la ley e imponía su criterio ante cualquier dilema. Compartió responsabilidad en represiones, torturas, asesinatos y desapariciones, sin aceptar investigaciones independientes para dirimir culpabilidades. Arnulfo Arias fue un populista civil, valiente, con oratoria convincente. Se consideraba la encarnación de la voluntad divina para guiar al pueblo. Tres veces derrocado. Derogó de un plumazo la Constitución de 1946 para forzar la de su autoría años atrás. Fue un líder megalómano, autoritario y racista.
Según mi propia vivencia, el único dirigente ético que ha tenido Panamá ha sido Ricardo Arias Calderón, quien exhibía una retórica inteligente y coherente, enfocada en el bienestar global de todos los ciudadanos y en la decencia política como estrategia para gobernar.
Aunque fustigaba a sus adversarios ideológicos, también reconocía sus virtudes públicamente. Adolecía, quizás, de habilidad para conectarse mejor con la plebe, porque su profunda arenga filosófica era ininteligible para gente pobremente educada.
El tema de esta columna surgió por lo acontecido durante la última comparecencia del presidente Juan Carlos Varela en la ONU. Independientemente de las razones que tuvo el mandatario, inocuas o premeditadas, para ignorar el rol fundamental de Torrijos en la devolución del Canal, el incidente fue bochornoso, denotando pequeñez intelectual y ruindad ética. Aunque esa misma vileza tampoco le ha permitido conceder ningún mérito a algunas obras valiosas de la administración anterior, lo protagonizado en Nueva York no tiene parangón posible. Sentí vergüenza como panameño. Sencillamente execrable.
El autor es médico