Diagnóstico de la condición de nuestros hijos (algunos otorgados en los primeros años de vida, otros en la adolescencia y hasta en la adultez), no importa en qué momento sea cuando se concreta, es un pasaje a lo desconocido, a una dimensión que ni siquiera imaginábamos existía.
Es como recibir mensajes en idioma extranjero, es traducir nuestro lenguaje en símbolos; simplemente, es no contar con la preparación ni emocional ni técnica para afrontar las palabras del médico que tenemos delante.
Todo esto enlazado a tener que descifrar esta nueva realidad: lo que dice el documento que se nos ha proporcionado unido a un listado de intervenciones que no sabemos cómo procesar tanta información, que de su traducción depende el avance de nuestros retoños.
Es una vida que cambia, volvemos a nacer. Es caminar en piedras cuando solíamos hacerlo en cemento; a saltar muros cuando saltábamos solo vallas; a aprender tecnicismo de profesiones que no sabíamos ni que existían.
Es allí cuando nuestra misión de vida pierde su negatividad y se convierte en un camino con una luz al fondo del túnel. Esa carreta que empujamos se vuelve más liviana cuando aparecen o se unen a nuestra nueva etapa personas cercanas, personas lejanas, personas por solidaridad, personas por asunto en común o simplemente por una empatía innata producto de los valores del hogar de los individuos de nuestra comunidad.
Siempre hacemos referencia a los padres y madres, tutores y profesionales que acompañan a través de un proceso no siempre bonito, a veces cruel, pero que nos hace fuertes ante la adversidad que rodea a la discapacidad.
Pero hay muchas personas que se involucran en nuestras vidas, se solidarizan con nuestro nuevo mundo y se integran como calcomanía de revisado en nuestro parabrisa de expectativas y realidades.
Es importante honrar a esa figura, a veces anónima, de amor envolvente, sin prejuicio, con el empuje de una experiencia de lucha y vocación durante su paternidad: los abuelos. Abuelos que prestan su hombro para cargar la mochila de dudas, miedos, incertidumbre y descontrol. Aún así inyectan esa fe, positivismo y empuje; un acompañamiento más allá de lo sentimental.
Es el compromiso de aportar lo que esté a su alcance para disfrutar de ese niño que tiene por delante una ardua labor de aprendizaje con miras a un futuro independiente y de alegrías como cualquier ser humano digno de vivir lo bonito de la vida.
Al abuelo, que cancela compromisos para acompañar en el proceso, presta sus canas y experiencia para obtener mejores oportunidades de intervención; celebra cada triunfo como suyo o de sus hijos; sufre las adversidades y obstáculos que sufre la población con discapacidad; al que distingue a sus nietos en sus círculo de amistades; al que recuerda las fechas especiales; al que recuerda los retos de nuestros niños y espera con ansias noticias de los resultados; al que le salen lágrimas al escuchar que todo salió bien; al que no quiere perderse ningún instante de sus terapias; al que hace sus propias investigaciones para aportar técnicas y herramientas; al que simplemente mira a través de los ojos de un nieto con discapacidad disfrutándolo, ovacionando sus pasos, exhortando a salir adelante o simplemente con una mirada de orgullo de lo que su nieto es y alcanza junto a la confianza y certeza que alcanzará muchos logros más.
A ti abuelo de una personita con discapacidad, a ti que vas más allá del rol de abuelo, que te has integrado en las luchas y triunfos de tu nieto; a ti que has llorado junto con sus padres de impotencia pero que también has llorado celebrando sus pequeños y grandes logros. A ti abuelo, gracias.
La autora es madre de niño TEA