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Los límites de la seguridad jurídica en el urbanismo

En un mercado urbano libre, el pleno disfrute del uso y usufructo de una propiedad es ciertamente un derecho fundamental, cuyo disfrute incluye el de la plusvalía generada por las actividades de su propietario. Sin embargo, dicho derecho está limitado por las potenciales afectaciones a los derechos de terceros derivadas de una mayor intensidad del uso que se le dé a una propiedad con relación a sus vecinos, al conjunto de propiedades dentro de una zona además de los bienes de uso común que se estimen necesarios para su mejor funcionamiento y desempeño económico y social. Es por tanto el rol del administrador de los bienes comunes (el gobierno o la asociación de propietarios) mitigar las potenciales afectaciones a través de normativas y contribuciones que garanticen el bienestar de todos los propietarios y usuarios.

Definir las afectaciones de los usos que se le den al suelo depende del nivel de tolerancia a los efectos directos e indirectos de ciertas actividades (y sus combinaciones) de todos los actores urbanos involucrados además de las medidas de mitigación que puedan ponerse en práctica para permitir dicha tolerancia junto con la capacidad que tenga la infraestructura de uso común (o pública), para continuar funcionando óptimamente sin perjudicar el disfrute de los demás propietarios de sus bienes inmuebles.

Dada la gran subjetividad de la tolerancia individual y colectiva, se hace importante que todos los actores involucrados acuerden como quieren vivir y qué cosas están dispuestos a tolerar y cuales no, y como se va financiar dicho estilo de vida sin vulnerar el goce de derechos humanos fundamentales para sostener la vida tales como el acceso al agua potable, la vivienda y la comida, todos los cuales se sostienen mediante las actividades económicas permitidas en los bienes inmuebles y que se potencian por medio de los derechos al libre tránsito, el libre comercio, la industria y el trabajo.

Adicionalmente, dicho acuerdo debe incorporar el fácil acceso a servicios culturales que se prestan en lugares de culto divino, espacios de ocio y entretenimiento, espacios educativos y formativos además de espacios de encuentro y socialización que también ocurren en inmuebles y que forman parte de las actividades permitidas en el uso y usufructo para la plena realización humana.

En este análisis es importante considerar que los bienes comunes (calles, aceras, infraestructura de servicios básicos, espacios públicos, etc.), son propiedad de un ente jurídico que hace de propietario y tiene intereses de igual o mayor peso dentro del conjunto de propietarios, en este caso el Estado. Al ser propietario, el Estado también tiene derecho al uso y usufructo de su propiedad y de buscar su uso más intenso y eficiente. Por tanto, tiene derecho al cobro de los servicios que brinda su propiedad a los usuarios de esta.

Dado que el administrador de los bienes comunes (el Estado) es propiedad de los propietario-residentes en sociedad (o sea los ciudadanos), estos (o sus representantes electos) tienen que determinar también como van a cobrar por los servicios brindados a cada uno de ellos. Una forma de hacerlo es mediante una tasa (o impuesto). La base del valor de dicha tasa y la moralidad de su cobro forzoso puede ser todo un tema de debate, pero la realidad de la necesidad operativa de dicha tasa es innegable.

El cobro de los servicios por infraestructura y servicios provistos debería idealmente cubrir los costos directos e indirectos además de procurar una reserva y superávit con el fin de garantizar la sostenibilidad del gobierno (en especial el local), como administrador, y de las propiedades bajo su administración y sobre todo garantizar el nivel de satisfacción óptimo de los usuarios, o sea de los ciudadanos.

Por otra parte, el uso de suelo debe regularse mediante normas claras derivadas de acuerdos sociales y económicos lo suficientemente flexibles para permitir el cambio a nuevos usos más provechosos sin perjudicar a los vecinos y usuarios. La combinación de usos y su ubicación espacial debe también generar recorridos que mantengan la vitalidad de los barrios mediante las llamadas anclas o imanes de actividad (comercial, de servicios, laboral, social, etc.) que llamen a congregarse a un sinnúmero de personas y ayuden a valorizar los inmuebles mejor ubicados, de manera que estos contribuyan más al mejoramiento del ambiente urbano mediante las tasas por valorización.

Si bien los cambios a usos más rentables pueden darse de manera orgánica en un mercado libre, su formalización depende del estado en su rol como administrador de los bienes comunes (en especial de la infraestructura) y como mediador de la sana convivencia entre vecinos. Es más, en la mayoría de las ocasiones es el estado panameño el que benévolamente concede esos usos más provechosos sin cobrar su parte de la plusvalía generada.

Es por tanto curioso cuando los dueños de inmuebles, desarrolladores y constructores invocan la seguridad jurídica como salvaguarda de una potencial plusvalía otorgada de forma gratuita, no por el mercado, ni por mérito propio, sino por la magnanimidad del gobierno de turno cuando futuros gobiernos necesitan, en aras del bien del conjunto de propietarios (o sea los ciudadanos), “afectar” su derecho a preservar un valor inmobiliario potencial (o real al momento específico de comprar, el cual puede fluctuar con el tiempo de acuerdo a las circunstancias sociales, políticas y económicas del mercado) con el fin de guiar la inversión y el desarrollo hacia aquellas zonas prioritarias y más provechosas para la ciudad, idealmente donde el gasto en infraestructura y servicios sociales sea más eficiente para todos, o cuando se identifique que ciertos beneficios otorgados mediante normativa urbana en el pasado, no rindieron los frutos deseados o resultan nocivos para su entorno en el presente.

Este es un riesgo que siempre deben ponderar los dueños de inmuebles cuando deciden hacer de su propiedad un instrumento financiero alterno a una cuenta de ahorros, acciones en una empresa o un fondo de pensiones. El administrador de los bienes comunes no tiene por qué garantizar o multiplicar el valor de sus propiedades y mucho menos cuando estos están morosos con el administrador (negándose a contribuir o haciéndolo tardíamente a la hora de la venta) con las tasas impuestas para el sostenimiento y mejoramiento de los bienes comunes.

Ciertamente se puede argumentar que dicha negativa se justifica ante la realidad de un estado panameño (tanto gobierno nacional como local) que no ha sido el mejor administrador, es más se puede argumentar con justa razón que ha sido un administrador negligente e incompetente por lo cual un grupo privilegiado se ha visto forzado a buscar su bienestar dentro de urbanizaciones en régimen de condominio, como un gobierno local de facto super regimentado paralelo al gobierno oficial. Un régimen tercerizado también autorizado por el Estado cuestionado que reconoce su debilidad.

Curiosamente muchas de estas urbanizaciones super regimentadas son desarrolladas y habitadas por los mismos terratenientes, desarrolladores y constructores que desean actuar sin cortapisas en el resto de la ciudad. Más curioso y frustrante aún resulta que cuando ven su burbuja urbana peligrar ya sea por el estado u otro interés privado, son los primeros en utilizar el peso de la ley y de las normas especiales de sus barrios para defender su calidad de vida tal y como lo hacen aquellos que han sido afectados por sus inversiones protegidas por una seguridad jurídica parcializada en favor de los primeros y no de las comunidades afectadas que también hicieron sus pequeñas inversiones en el pasado.

Entonces cabe preguntarse cuáles son los límites de la seguridad jurídica especialmente cuando esta riñe con el interés de aquellos afectados en sus derechos por el abuso de otros con mayor poder e influencia económica y social.

No se trata por tanto de una cuestión de relaciones de clase social o económica, se trata de una cuestión de relaciones de poder que terminan siendo dirimidas de forma asimétrica incluso dentro de una misma clase social y cuya medición de fuerza y campo de batalla se da en el sistema judicial, la administración pública y en los barrios afectados. Dependiendo del caso en muchas ocasiones termina siendo el estado, en especial la administración pública la parte más afectada al terminar siendo maniatado por sentencias judiciales, limitaciones políticas además de limitaciones técnicas, humanas y financieras que se retroalimentan en un interminable círculo vicioso en contra del bien común.

Resolver este enredo será misión de la presente Asamblea Nacional y posiblemente de una constituyente… a menos que se dé una revolución ética y moral que ayude a todas las partes a vivir su libertad, autorregulándose para procurar el máximo bien común en nuestras ciudades.

El autor es subdirector de Planificación Urbana en el Municipio de Panamá.


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