Una vez más, el escenario nacional se convierte en un teatro donde los más poderosos imponen las reglas del juego, mientras los sectores más vulnerables asumen las consecuencias. La reforma a la Ley Orgánica de la Caja de Seguro Social (CSS), ese Frankenstein legislativo que promete “rescatar” el sistema de pensiones, está en el centro del debate. Sin embargo, entre el ruido y las promesas, lo constante sigue siendo lo mismo: los trabajadores, quienes sostienen al país, vuelven a ser las víctimas de un sistema diseñado para colapsar sobre ellos.
La propuesta principal es el aumento de la cuota del empleador, un “noble sacrificio” que parece tener solución automática: trasladar el costo al empleado o al cliente. Porque, seamos realistas, ¿cuándo un incremento en los costos empresariales no ha terminado en el bolsillo de otro? Mientras los grandes empresarios encuentran formas de absorberlo, los pequeños negocios enfrentan un reto casi insuperable, luchando por sobrevivir en un entorno económico cada vez más asfixiante.
Luego está el aumento de la edad de jubilación: trabajar más para vivir más. Celebrar los avances en salud exigiendo a las personas mayores que trabajen hasta los 60 años, en el caso de las mujeres, y hasta los 65, en el de los hombres, parece más un castigo que un reconocimiento. Y las pensiones, lejos de garantizar una vejez digna, siguen siendo un premio de consolación que, ajustado con índices insuficientes, apenas cubre una canasta básica. ¿Y la dignidad en los años dorados? Eso, al parecer, quedó fuera del cálculo.
Tampoco podemos ignorar la pensión básica universal de B/.144 mensuales. Aunque suena bien como idea, en la práctica no alcanza ni para medicamentos esenciales. Si esta es la definición del “mínimo vital”, la realidad es que se parece más a un parche simbólico que a una solución estructural.
Por supuesto, no faltan las promesas de mejoras en los servicios de salud. Hablan de una “coordinación eficiente” con el Minsa y una “cobertura universal”. Pero para quienes pasan meses esperando una cita médica o sufren la falta de medicamentos, estas promesas suenan vacías, reflejo de un sistema que parece desmoronarse.
El tema más polémico, sin embargo, es el de la privatización. Aunque el gobierno asegura que no habrá tal cosa, el escepticismo está más que justificado en un país donde la transparencia es más una aspiración que una realidad. La sola idea de permitir que intereses privados gestionen las inversiones de un sistema tan crucial para millones de panameños genera inquietud más que confianza.
Esta reforma, presentada como un salvavidas para la CSS, termina siendo un recordatorio de cómo funcionan las cosas en Panamá: los sacrificios recaen sobre quienes menos tienen, mientras las soluciones benefician a quienes ya disfrutan de privilegios. Garantizar la sostenibilidad del sistema de pensiones es crucial, pero no a costa de la dignidad de quienes lo sostienen. Al final, siempre son los mismos los que pagan los platos rotos.
El autor es escritor y máster en administración industrial.