“Una persona que ama pero carece de coraje, es dependiente.“Una persona que ama, pero carece de sentido del humor, es presa fácil de la desesperación.” (Rosseta Forner, 2004).
Recuerdo que el primer día de clases, estando en la escuela primaria, dos cosas me llamaron poderosamente la atención. La primera era una vara larga conocida como metro que reposaba en una esquina del salón. No pasó mucho tiempo para que averiguáramos su verdadero uso, que no era precisamente hacer mediciones. Las manos se enrojecían junto al sonido del reglazo, que era la respuesta casi inevitable a alguna “mala conducta”. Todo esto ocurría con el beneplácito de nuestros padres, quienes aplaudían la acción de los maestros.
En la segunda, participamos todos los de la sección escolar. Resulta que en uno de los pasillos del plantel, contiguo al laboratorio de ciencias, había un salón cerrado. Mis amigos y yo ni siquiera nos atrevíamos a cruzar por aquel pasillo por temor a pasar frente al salón mencionado. Aquel sitio era llamado “el cuarto oscuro”, y sobre él circulaban verdaderas historias de miedo asociadas con el castigo infligido a quienes se atrevían a quebrantar las leyes de la escuela.
Eran torturas narradas de grado en grado con sus respectivas dosis de espanto. Debíamos portarnos bien en ausencia de la maestra, pues, de lo contrario, podríamos ir a parar todos juntos a los laberintos insospechados del cuarto oscuro.
En cierta ocasión, coincidiendo con la terminación del año escolar, mis compañeros de juego y yo decidimos, más por curiosidad que por miedo, asomarnos al famoso cuarto tenebroso y despejar de una vez los mitos que sobre él circulaban. El pasillo que nos conduciría se encontraba solitario, pues casi todos se habían marchado a sus casas luego de terminados los exámenes. Para nuestra fortuna, la puerta del cuarto estaba entreabierta. Avanzamos lentamente y, justo cuando estábamos a dos pasos del lugar, decidimos correr, no sin antes ver lo que había adentro: un esqueleto humano cortado a la mitad, sostenido por una varilla de metal brillante y con letras mayúsculas impresas en sus costillas.
En los años siguientes, nunca nos acercamos a aquel pasillo. Tiempo después, nos enteramos de que aquel esqueleto era de plástico y que se usaba en el laboratorio de ciencias para explicar los tipos de huesos del cuerpo humano.
Mucho ha pasado desde que la escuela, vista como un centro de reclutamiento más que de enseñanza, se vino al traste. El desarrollo de la sociología y la psicología educativa, así como de nuevos enfoques cognoscitivos, acabaron por aniquilar la pedagogía del reglazo.
Desde luego, ya no estábamos en un mundo bipolar en el que vivíamos con el temor de que cientos de ojivas nucleares estallarían en cualquier momento, dejando solo a las cucarachas como sobrevivientes. La idea de formar hombres rígidos, servidores de una patria amenazada por invasiones extranjeras, fue dando paso a un mundo más relajado, permeado por una revolución tecnológica extraordinaria, sobre todo en el campo de la comunicación, que ha sido tanto bien como mal utilizada.
Pero, ¿eran menos sensibles los maestros de la antigua escuela? ¿Tenían menos sentimientos que los actuales profesores? Realmente creo que no. Los sentimientos siempre han existido en el aula. El problema es que no se tenía la claridad que se tiene hoy día de que los sentimientos y la comunicación son necesarios en una escuela, tanto para estudiantes como para docentes.
Nuestros estudiantes necesitan cada vez más ser escuchados por múltiples razones, que enumeraremos en otro artículo. El oficio de educar es un reto mayor hoy más que antes. ¿Puede la mayoría de los docentes percatarse cuando alguno de sus estudiantes atraviesa un ciclo depresivo producto de un duelo, problema familiar, amoroso, de drogas, etc.? No es tan fácil, pero es ahí donde radica el verdadero arte de amar y enseñar a la vez. Tampoco me parece madura aquella respuesta de que “para eso existe un departamento de orientación o pastoral”. ¿Acaso no es deber de todo docente orientar e instruir a sus alumnos?
También es innegable que los programas nocivos, dizque juveniles pero que atentan contra los mismos jóvenes, el “chateo vicioso”, algunos padres de familia “nini” (ni hacen ni dejan hacer) y la falta de vocación de ciertos docentes están afectando el proceso de comunicación profesor-alumno.
Más de tres décadas después, pude visitar mi escuela de primeros grados. Me pareció ahora más pequeña y sus pasillos bien cortos. El susodicho cuarto oscuro ya no existía, y en su lugar había una tienda de refrescos. Muchas cosas fueron cambiadas; sin embargo, el afán de saber, así como la necesidad de afecto, estarán vigentes hoy y siempre.
El autor es sociólogo y docente.

