El loco de los balcones es una obra que nació en 1993 con poca fortuna.
La indiferencia con la que ha pasado a la historia tuvo como primer responsable, pienso yo, a su propio creador pues ese mismo año Vargas Llosa publicó El pez en el agua. Su magistral autobiografía devoró de un solo bocado aquel libreto sobre los balcones de su querida Lima.
Por aquella época yo me mudé a vivir al Casco Antiguo, entonces una joya arquitectónica derelicta, cuyas edificaciones se caían a pedazos, si es que antes no colapsaban enteras o terminaban devoradas por pavorosos incendios.
En el grupo de vecinos que por esos días nos reuníamos para tratar de rescatar y preservar el conjunto monumental se encontraba Sebastián Paniza, un arquitecto restaurador y aguerrido defensor del patrimonio histórico quien, además, era un apasionado del teatro.
“¿Tú conoces esta obra de Vargas Llosa?”, me preguntó una tarde, con la decidida intención de que fuera montada en Panamá. La pieza tiene como protagonista un profesor italiano que se transforma en defensor quijotesco de los icónicos balcones limeños que estaban siendo devorados por la modernización.
La posibilidad de ponerla en escena en Panamá terminaría siendo el señuelo que enganchó al autor a pasar una semana memorable en nuestro país.
A inicios de 1996 conocí a Mario y Patricia Vargas Llosa en Londres, en su residencia, pues se habían mudado a aquella ciudad.
Terminé hablándole a Mario de su pieza teatral, de la idea de montarla en medio de los nacientes esfuerzos por restaurar nuestro centro histórico y terminó entusiasmado. Yo llevaba, además, una invitación del Instituto Latinoamericano de Estudios Avanzados (Ildea) para dictar una conferencia u organizar un encuentro literario.
“Alrededor de octubre tengo un viaje a República Dominicana, donde tengo un proyecto andando, una obra que me da vueltas en la cabeza hace rato y luego pienso ir a Perú. Quizás pueda aprovechar el viaje y hacer una escala en Panamá”, me contestó luego de aquel encuentro.
El proyecto dominicano terminó siendo, nada menos que, La fiesta del Chivo.
Así, el domingo 27 de octubre de 1996 recibí a los Vargas Llosa en Tocumen junto a Rodrigo Eisenmann, presidente de Ildea.

Durante esa semana, Vargas Llosa participó en muchos eventos organizados en torno a su visita, iniciando con un dialogo público junto a Guillermo Sánchez Borbón que empezaría con Borges, una predilección de ambos.
“Borges –le dijo Guillermo– sabía que era escritor antes de haber trazado una sola línea y quisiera que nos dijeras cuándo tú te diste cuenta que habías venido al mundo a hacer literatura.”
“Antes de ser escritor, como todos, fui lector –le respondió Vargas Llosa-. Tenía cinco años cuando aprendí a leer y fue una verdadera revolución descubrir que a través de la lectura el mundo crecía, el horizonte se ensanchaba y que la vida se volvía riquísima. Esa experiencia fue el punto de arranque de mi vocación literaria.”
Guillermo entonces sacó a colación una anécdota de cuando Vargas Llosa visitó la casa de Borges y le impresionó que su biblioteca tuviera menos de cien libros y que, supuestamente, Borges le respondió que si cien libros no eran más que suficientes ¡para un hombre ciego!
“No fue eso exactamente pero sí me impresionó la modestia con la que vivía”, respondió con una enorme sonrisa, mientras iba fluyendo la amena conversa.
Aquellos días el escritor peruano comió con los miembros de la Academia Panameña de la Lengua, se reunió con científicos del Instituto Smithsonian (que en ese momento trabajaban el guion científico que serviría al futuro Museo de la Biodiversidad), con periodistas culturales en La Prensa, estuvo con el patronato de la embrionaria Ciudad del Saber, maravillado con la idea de transformar una antigua base militar en un centro dedicado al conocimiento y la educación, y dictó una charla sobre política y democracia, bajo el título “Reflexiones sobre América Latina.”
La noche del miércoles fue la gran conferencia magistral en el Teatro Nacional, “Confesiones de un escritor”. Fue ovacionado de pie al entrar. No cabía un alfiler.
Mientras el poeta José Franco, director del Instituto Nacional de Cultura, y el doctor Eisenmann, por Ildea, hacían la presentación, me susurró asombrado: “está llenísimo el teatro”. Le contesté que no solo había atraído a todo este público a escucharlo hablar de literatura, sino que habían pagado por oírlo. “¿Cómo? ¿Cuánto han pagado?” Le conmovió saber que, salvo los boletos gratuitos entregados a estudiantes universitarios, su audiencia había pagado $50 y $100 para entrar. “¡Cual estrella de rock!”.
Justo antes de empezar me preguntó sobre cuánto tiempo disponía. “Todo el que quieras”, le respondí.
Habló sentado en la mesa, se quitó el reloj y empezó como quien repasa un ensayo perfectamente aprendido de memoria, sin una nota escrita, durante una hora exacta, refiriéndose al proceso creativo, sobre apetitos y fantasías, comentando la obra de autores que admiraba sin dejar de lado la selección de sus temas a la hora de armar sus proyectos.
“De pronto me doy cuenta que llevo mucho tiempo fantaseando en torno a algún recuerdo y me he construido ya de manera distraída, inconsciente, un embrión de historia.”
Dejo tiempo suficiente para las preguntas de un público que hubiera podido amanecer escuchándole.
La noche antes de partir me pidió que me acercara a su hotel, que necesitaba un favor. “Es que los escritores muy amablemente me regalan sus obras, pero no puedo cargar con todas pues no caben en las maletas y pesan mucho.” Me pidió se las guardara, que él luego me avisaría donde enviárselas.
Cuando pasé a recogerlas, no eran cinco ni diez libros. Al abrir la puerta de su habitación había cuatro cajas repletas, eran 83 volúmenes. Imaginé la pesadilla en la que tanta amabilidad podía convertir cada viaje suyo.
Al año siguiente de su visita el gobierno de Ernesto Pérez Balladares, inconforme con algunas investigaciones llevadas a cabo por Gustavo Gorriti, director asociado de La Prensa, tomó la decisión de deportarlo, bajo el pretexto de problemas con su estatus migratorio, los cuales no eran ciertos. Una gran coalición internacional condenó los intentos del gobierno nacional de acallar voces críticas del periodismo independiente.

A pesar de las diferencias políticas que ambos, Vargas Llosa y Gorriti, habían tenido en el pasado por asuntos políticos peruanos, al enterarse de las amenazas a la libertad de prensa, no dudó ni un minuto en enviarme una carta abierta en apoyo a Gorriti, una de las mil veces que alzó la voz y puso el pecho por la democracia en el continente y el mundo.
Con los años coincidí en distintos lugares con él. Recuerdo en Madrid, en una reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa, cuando presentó por primera vez el esbozo del premonitorio ensayo titulado La civilización del espectáculo.
Su hijo Gonzalo pasó varios años trabajando en Panamá, en Darién, con la agencia de Naciones Unidas encargada de los refugiados, cuya sede está en la Ciudad del Saber, aquel proyecto que conoció embrionario y tanto admiró.
Montar El loco de los balcones resultó una tarea imposible en aquel entonces. La ilusión se desvaneció por falta de dirección, de factibilidad y ojalá sea algún día rescatada y presentada en ese mismo teatro que lo ovacionó comohomenaje a una de las lumbreras de la literatura.