Migración y desigualdad: el rostro oculto de la injusticia global



La migración, un fenómeno tan antiguo como la humanidad misma, es hoy un reflejo agudo de las desigualdades globales. Lejos de ser un simple movimiento de personas, es un testimonio de la desesperación y la falta de oportunidades que enfrentan millones en un mundo cada vez más polarizado. Mientras los gobiernos del Norte Global discuten cómo blindar sus fronteras, ignoran deliberadamente las raíces de la migración: la injusticia económica, las intervenciones militares desestabilizadoras y las políticas neoliberales que han devastado economías en el Sur Global.

Los migrantes no son una amenaza, sino víctimas de un sistema que los empuja a abandonar sus hogares. Huyen de la pobreza, la violencia y la degradación ambiental, solo para encontrarse con políticas migratorias restrictivas y una retórica populista que los criminaliza. Estas políticas, lejos de resolver el problema, perpetúan la desigualdad al relegar a los migrantes a una vida de explotación y precariedad en los países de destino. Se convierten en mano de obra barata, esencial pero invisibilizada, en sociedades que se benefician de su trabajo mientras les niegan derechos básicos.

La hipocresía de las naciones ricas es evidente. Son las mismas que han saqueado recursos en el Sur Global, apoyado dictaduras y promovido políticas que destruyen economías locales. Y ahora, levantan muros para protegerse de las consecuencias de sus propias acciones. Las políticas de externalización de fronteras, donde se paga a terceros países para que detengan a los migrantes, no son más que una extensión del colonialismo, dejando a millones atrapados en situaciones de violencia y abuso.

La narrativa que demoniza a los migrantes es una táctica cínica para desviar la atención de los fracasos internos de los gobiernos. En lugar de abordar problemas como la corrupción, la desigualdad interna y la falta de oportunidades, se culpa a los migrantes de saturar servicios públicos y de competir en el mercado laboral. Esta retórica alimenta la xenofobia y la división social, creando un ciclo de exclusión que es difícil de romper.

Además de esto, las instituciones internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que imponen austeridad y privatización a los países en desarrollo como condición para el acceso a financiamiento, son cómplices de esta dinámica. Estas políticas, lejos de fomentar el desarrollo, han profundizado la pobreza y la desigualdad, obligando a millones a buscar una vida mejor en otros lugares. Y mientras estas instituciones promueven “reformas” que benefician a las élites locales y a las corporaciones extranjeras, los ciudadanos comunes son los que pagan el precio, a menudo con sus vidas.

La solución a esta crisis no radica en más barreras físicas, más deportaciones o más vigilancia fronteriza. La solución pasa por un cambio radical en la manera en que abordamos la desigualdad global. La migración no es el problema, es el síntoma de un mundo profundamente injusto. Enfrentar la crisis migratoria requiere más que políticas de contención; exige un compromiso global con la igualdad, la justicia y la dignidad humana. Solo entonces podremos construir un mundo donde la migración sea una elección libre y no una necesidad desesperada.

La construcción de muros no es una solución, sino una confesión de fracaso. Los muros, físicos o legislativos, no resuelven los problemas que generan la migración; solo los esconden tras una fachada de seguridad ilusoria. En lugar de enfrentarse a las verdaderas causas —la desigualdad extrema, la explotación económica y la devastación ambiental— los gobiernos prefieren erigir barreras que perpetúan la injusticia.

Es una estrategia cobarde que revela la incapacidad o la falta de voluntad de aquellos en el poder para abordar las raíces del problema. Derribar las barreras de la injusticia significa asumir la responsabilidad de corregir las dinámicas de opresión y desigualdad que han empujado a millones a huir en busca de una vida mejor. Es hora de que los líderes mundiales dejen de jugar a ser defensores de fronteras y se conviertan en defensores de la justicia.

El autor es administrador público.


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