Decir que el ámbito internacional es complicado equivale a pronunciar una verdad de Perogrullo. Una de las primeras nociones que se adquieren en el estudio de las relaciones internacionales apunta, precisamente, a su complejidad.
Aun tomando esto en cuenta, desde que comenzó el covid-19 el panorama mundial se ha enredado todavía más. Aunque muchos elementos deben considerarse para tratar adecuadamente este asunto, enfoquémonos, por lo pronto, en los atentados más descarados contra el sistema internacional basado en normas.
El coronavirus que surgió en China a finales de 2019 y desde allí se esparció a todas partes ha contagiado, a la fecha, a 600 millones de personas, aproximadamente y ocasionado la muerte de casi 6.5 millones de individuos en todo el planeta (www.worldometers.info/coronavirus/).
En muchos países, la respuesta inicial abarcó improvisados, inconstitucionales y exagerados confinamientos, de cuyo devastador impacto aún no se reponen las economías. La renuencia de China a permitir una investigación fidedigna acerca del origen de la pandemia obstaculiza los esfuerzos de recobro, mitigación y preparación frente a nuevos eventos del mismo tipo.
Así pretende el partido comunista chino descarrilar la atribución de responsabilidades al gobierno de Pekín por el terrible daño que el coronavirus ha infligido a la humanidad, ante importantes evidencias de que la pandemia pudo tener origen en una fuga en el laboratorio de Wuhan (Report to Congress of the U.S.-China Economic and Security Review Commission, 2021, pág. 35; Annual Threat Assessment of the U.S. Intelligence Community, 2022, pág. 19).
Todavía no concluía la pandemia o se equilibraban las economías cuando, en febrero de 2022, Rusia invadió Ucrania, causando con ello —además de terribles daños materiales y atroces violaciones a los derechos humanos— la más grave crisis de seguridad en Europa desde la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Para justificar la invasión, la dictadura de Putin recurre a alegatos espurios y las noticias falsas (“fake news”) —que constituyen el vademécum de gobiernos autocráticos como los de Rusia y China— contraviniendo tanto el acuerdo de Budapest (1994) como, más ampliamente, el derecho internacional.
Mediante el pacto firmado en la capital húngara, Ucrania accedió a entregar el arsenal nuclear situado en su territorio a cambio del compromiso de Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido de “respetar la independencia, la soberanía y las fronteras existentes de Ucrania”, así como de “abstenerse de la amenaza o el uso de la fuerza” contra ese país (BBC, 1 de marzo).
La violación tan procaz de la integridad territorial ucraniana, que vulnera el principio fundamental del orden internacional, motivó a la Asamblea General de Naciones Unidas a exigir el cese del uso de fuerza contra Ucrania. A favor votaron 141 Estados, 5 se opusieron y 35 se abstuvieron (Al Jazeera, 3 de marzo).
Más tarde, el Tribunal Internacional de Justicia —otro órgano de las Naciones Unidas— ordenó a Moscú cesar inmediatamente su operación militar y la Asamblea General suspendió a Rusia del Consejo de Derechos Humanos (UN News, 16 de marzo y 7 de abril).
Ninguna de estas medidas jurídicas ha tenido efectos sustanciales, como tampoco los han tenido las sanciones aplicadas por Estados Unidos, la Unión Europea y sus aliados. Su efectividad está comprometida por realidades y oportunismos, así como por la apertura de nuevos mercados rusos en China, India y Turquía, entre otros países (Financial Times, 11 de agosto).
Mientras los minerales rusos tengan compradores, Putin contará con recursos para financiar su barbarie en Ucrania.
Los ucranianos han enfrentado heroicamente las hordas moscovitas, para lo cual han contado con respaldo económico y militar de Occidente. Pero, para que logren resistir a mediano o largo plazo, necesitarán mucho más apoyo, lo cual se complica en vista de las perspectivas económicas en Estados Unidos y sus aliados.
Según Bloomberg (15 de agosto), las posibilidades de una recesión en Europa son bastante seguras. Hay indicios de que la economía estadounidense pudiese estar siguiendo ese camino (Voz de América, 13 de agosto).
Sumada a la incertidumbre económica, la aguda polarización política en Estados Unidos debilita considerablemente su credibilidad, prestigio y capacidad para liderar el sistema internacional basado en normas, y otorga ventajas a quienes están empeñados en destruirlo.
Mientras las economías avanzadas trastabillan y los eventos climáticos extremos se acentúan en el hemisferio norte, China atenta contra la seguridad internacional en el Lejano Oriente, llevando a cabo amenazantes “ejercicios militares” que constituyen acciones hostiles contra Taiwán y otras naciones.
Basándose, como Rusia, en falsedades ramplonas que caracterizan la retórica del partido comunista chino, Pekín alega que la isla de Formosa es una “provincia rebelde”, lo que constituye una grotesca tergiversación. Taiwán jamás ha sido gobernada por la República Popular China; tiene su propio gobierno desde 1949 y transitó exitosamente a la democracia en la década de 1990.
La visita de una segunda delegación del Congreso estadounidense a Taipei ha dado lugar al anuncio chino de otra ronda de “ejercicios militares” (Washington Post, 15 de agosto). Frente a las acciones chinas encaminadas a conquistar Taiwán por la fuerza y suprimir su sistema democrático, el Departamento de Estado insiste en apegarse a la desatinada política denominada “ambigüedad estratégica”, dirigida a no contrariar a China y, al mismo tiempo, respaldar a Taiwán.
En este complicado momento, resulta evidente que es imposible conciliar ambos objetivos. En aras de la estabilidad mundial, dos opciones claras se le presentan a Washington: desentenderse de Taiwán y dejar que China anexione la isla, a imagen y semejanza de lo que Putin intenta en Ucrania, o replantear su política hacia la defensa militar de Taiwán en caso de agresión china, en seguimiento de lo que indicó el presidente Biden en Tokio (23 de mayo).
Mantener la “ambigüedad estratégica” solo contribuirá a una mayor confusión y a intrincar aún más el escenario internacional.
El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en FSU, Panamá, y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá
