Cuando nadie cree en nadie



En 1996, el analista Francis Fukuyama escribió Confianza: Las virtudes sociales y la creación de prosperidad. Ahí, resalta el papel que tiene la confianza entre los individuos para el progreso de la sociedad. En todas las sociedades se confía en unos y otros por las experiencias positivas. Estas son producto de la cultura y formación individual, pero sobre todo por instituciones que caracterizan la sociedad en un sistema definido y predecible de castigos y recompensas, ya sean legales, morales o sociales. Entre más afianzado esté en una sociedad un sistema de derechos, balance de poderes y certeza de recompensas o castigos, con mayor confianza y menos fricciones actuarán sus miembros.

Las sociedades donde la confianza impera son entendiblemente las sociedades más desarrolladas. Nuestras sociedades latinas tienen bajos niveles de confianza, precisamente, por la falta de un sistema claro y efectivo de derechos, separación de poderes y sobre todo por la carencia de un sistema de incentivos, positivos y negativos, ante la actuación individual. Así, por ejemplo, vemos como los contratos no se cumplen, la Policía no arresta a los que son, los jueces pasan años sin fallar, y así. Estas conductas merman la confianza ciudadana en los contratos, la Policía y los jueces. Los individuos se defienden de estas ineficiencias llenando de alarmas sus casas o exigiendo garantías y salvaguardas que dificultan lidiar con los otros. El gobierno, desconfiado de sí mismo, rellena las instituciones públicas de burocracia que encarecen y demoran cualquier trámite.

Pero lo peor es que estos blindajes no reestablecen la confianza. Al contrario, reafirman la noción de la desconfianza como requisito. Lo perverso de este razonamiento es que acaba con la cohesión social que debe tener cualquier sociedad medianamente civilizada. Cohesión no es el imposible de que todos pensemos lo mismo. Cohesión es que nos aglutinemos alrededor de algo. Esa erosión de la cohesión, de a poco nos lleva donde nadie cree en nadie ni en nada.

Hasta ahora habíamos creído que las elecciones limpias producían una tabla rasa cada cierto tiempo. Esto se acabó. Primero, porque el sistema guiado por los políticos se niega a introducir transparencia a las campañas. Y ahora por la descarada intromisión de carteles mercantilistas a financiar las herméticas finanzas de los partidos políticos para así generar futuros negocios.

Así, entonces, ya las elecciones no son un recambio de ideas y proyectos, mucho menos aire fresco. En países como Nicaragua, Bolivia, Venezuela y Cuba son un complejo ejercicio de artimañas para que se quede el que está, robando. En otros, como Honduras, han sido episodios que crispan aún más la desconfianza en todo.

Aquí en Panamá sabemos ya que las elecciones son un juego de sillas musicales en que no cambia ni la música ni los bailadores. Por supuesto para que nada tenga la mínima posibilidad de cambiar, es necesario preservar las malas instituciones que apuntalan este juego de partidos, a saber el Tribunal Electoral, el poder judicial y los otros órganos de control.

Como toda triquiñuela, el proceso electoral se ha corrompido y con ello la gestión de los gobiernos. Primero, corrupción política que, como define Raymond Aron, es la falsedad en las promesas de campaña, ganar mintiendo. La otra, la corrupción financiera, usar el poder político para enriquecerse ilícitamente. Las grandes obras y los contratos son los caballos de Troya de los sobreprecios. No es que “roban, pero hacen”, es que “hacen” para poder robar.

Aquí entonces aparece el gran catalizador, que nos transforma de pequeños rateros de poblado a ladrones del primer mundo, limpiando las arcas del Estado con megaproyectos. Ese transformador se llama Odebrecht, pero puede tener muchos segundos nombres de otras partes del mundo. Pero los apellidos son todos locales.

Y es aquí donde estamos. Al fin de la confianza y la cohesión. Ahora, todo el que aspire a algo debe ser mentiroso y deshonesto. Nadie cree en nadie. Lo infame es que los ciudadanos miramos este atascadero con una indiferencia bovina. Este atascadero debería movernos a ultimar la indiferencia. Porque, y cito a Antonio Gramsci, con seguir abdicando a tomar partido “solo estamos dejando que se promulguen leyes y decretos que solo la revuelta podrá derogar y amarrando nudos que solo la espada podrá cortar”.

El autor es miembro de Fundación Libertad

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