REPRESIÓN

Nicaragua sin Ortega

La historia inmediata de la política del istmo centroamericano es compleja. De 1979 a 1991, son años de infamia para toda la región. La experiencia de estos tiempos demostró que las soluciones militares y violentas, pese a que toda revolución tiene su cuota de violencia y de sangre para lograr la liberación, no logran mermar el desencanto que nace de la desigualdad social y la injusticia en los sectores empobrecidos, quienes son los más vulnerables.

La revolución del 19 de julio de 1979 en Nicaragua es sin duda el suceso más decisivo que marcó sustancialmente la esencia y naturaleza del poder político y determinó un giro de timón en Centroamérica. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que derrotó la dictadura de la familia Somoza que durante más de 40 años ostentaba el poder (1937-1979), elaboró un programa de reconstrucción nacional realista y moderado, que aspiraba a reconstruir la realidad social de un pueblo sufrido.

En el libro Historia general de Centroamérica (todas las citas aquí son del Tomo 6, al cuidado de Edilberto Torres-Rivas), podemos leer: “En ese programa se contemplaba el establecimiento de una democracia pluralista y representativa, un área económica de naturaleza estatal constituida por la expropiación de las propiedades del somocismo y, finalmente, un nuevo ejército integrado por la fusión de las fuerzas guerrilleras con una Guardia Nacional depurada”.

La revolución sandinista fue tan impactante en la región que estimuló los procesos revolucionarios en El Salvador y Guatemala, que también tenían gobiernos de carácter dictatorial. Pese a la agresión económica por parte de la Casa Blanca, desde las administraciones de Carter, Reagan y hasta Bush, más la guerra de desgaste provocada por la Contra y la sangre derramada de miles de personas a causa de la guerra interna, los diez primeros años de la revolución sandinista tuvieron transformaciones sustanciales.

Ortega ordenó el cierre de más de 300 ONG, entre ellas universidades y organismos que defienden el desarrollo sostenible, el ambiente y los derechos humanos; hasta la Academia Nicaragüense de la Lengua y el Festival Internacional de Poesía de Granada han sido afectadas.


Desde 1979 hasta 1989, se dio una reforma agraria que devolvió a las manos campesinas las tierras confiscadas a la familia Somoza. Los obreros del campo ahora poseían poco más del 50%, el 59% de la maquinaria agrícola y consumían el 66% del crédito. Con el somocismo, el campesinado recibía solo el 4% de los créditos; en 1989, recibía el 35%.

Además, “la revolución pudo reducir la tasa de analfabetismo del 50.3% al 12.9%, reducir la mortalidad infantil de 120% a 64% de los nacidos vivos en el país, aumentar las consultas médicas de 2.4 millones a 6 millones y la erradicación de las enfermedades epidémicas como la poliomielitis, reducir la subutilización de la fuerza de trabajo del 33% al 16%, iniciar la reforma urbana que benefició a 200,000 personas que vivían en 400 repartos ilegales, reducir los cánones de arrendamiento y cuadruplicar el ritmo anual de construcción de viviendas”.

¿Por qué hacemos esta suerte de apología del sandinismo? Porque seguramente Augusto César Sandino debe estar revolcándose en su tumba al ver cómo su ideal se ha corrompido. En la actualidad, no existe un sandinismo en Nicaragua, sino un orteguismo que moralmente es peor que el somocismo que la misma revolución derrotó. Al menos el sandinismo, que usamos como referente, con todas sus contradicciones, aspiró en su momento a un relativo pluralismo, tuvo apertura política y no puso en riesgo la libertad de expresión, hasta 1986, cuando se ordenó el cierre del diario La Prensa, justamente con Daniel Ortega en el poder.

En la actualidad, el pueblo nicaragüense vive una crisis política que ha tenido 13 fases de represión, según los expertos. El poder arbitrario de Ortega y sus secuaces (policías, grupos de choque y paramilitares) está en la decimotercera fase, que consiste en inhabilitar el papel de líderes políticos, medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil. Por eso Ortega ha ordenado el cierre de más de 300 ONG, entre ellas universidades y organismos que defienden el desarrollo sostenible, el ambiente y los derechos humanos de las comunidades vulnerables; hasta entidades que promueven la cultura, como la Academia Nicaragüense de la Lengua, con 94 años de existencia, y el Festival Internacional de Poesía de Granada han sido afectadas.

Los gobiernos totalitarios suelen silenciar a los organismos culturales de base, porque son un espacio donde se defienden los derechos humanos desde la ciudadanía. La cultura juega un papel importante en la construcción de ideas y es una forma de resistencia. Los intelectuales nobles y que defienden la vida siempre se opondrán al abuso del poder arbitrario y estarán del lado de las fuerzas populares. Daniel Ortega y Rosario Murillo reconocen el valor que tiene la cultura, las ideas y las palabras. Por eso las atacan. Sin embargo, no podrán con el poder de la literatura y de la poesía, de la cultura.

Dice el escritor salvadoreño Miguel Huezo Mixco que “la importancia de los movimientos culturales es la noción del ‘compromiso’, entendida como la necesidad de que el escritor, el artista, el intelectual, ejerza con su obra y su vida una práctica destinada a transformar su sociedad”. El orteguismo no tiene ningún compromiso con la democracia ni la humanidad y por eso deberíamos parafrasear la canción de Rubén Blades y gritar: Nicaragua sin Ortega.

El autor es escritor


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