He dedicado mi vida a ocuparme 12 horas al día, organizadamente, para poder hacer tres y cuatro cosas a la vez, pero siempre procurando desconexiones completas cada dos o tres meses (más fácil cuando no existían celulares) para viajar, educarme y examinarme; tratar de entenderme yo mismo. Además, siempre he dedicado no menos de medio día, todos los días, a la agenda pública, a mi sociedad, a mi país, pero eso nunca lo consideré “trabajo”.
Hoy, en el otoño de la vida, respetando la disminución lógica de mi vigor, he querido con Maruja, mi compañera de vida, tomar algo de distancia del quehacer diario para poder ver el bosque, sin ocuparme de los árboles, dedicarme al cuadro grande y así seguir conectado construyendo. Además, vivir en el campo, con la raíz profunda en la tierra, es vivir más con la sinceridad cerca de las cosas básicas de la vida.
Cuando le digo a muchos amigos de mi generación que vivimos en el monte y que vamos de visita a la ciudad, me contestan “¡Qué belleza! Yo quisiera hacer lo mismo pero...”, y el “pero” no es más que una excusa trivial para no accionar. Dedicarse a vivir y que no lo vivan a uno, requiere determinación y acción. Hay que decidirse... ¡y hacerlo! Hay que cambiar las cosas y tomarse el tiempo para vivir.
Tenemos unos amigos que tomaron la decisión y están tan felices que me dicen que cuando los amigos les preguntan qué hacen en el monte, les contestan con orgullo “¡nada por obligación!” Y me dicen “¡qué rico es no hacer nada obligado!” La meta de estos amigos consiste en no hacer nada... ¡Pero hacerlo bien!
Los que tomamos la decisión de tomarnos el tiempo de vivir tuvimos una primera gran lección: pensamos al inicio que si no seguíamos lo que estábamos haciendo todo se vendría abajo, pero lo que ocurrió es que todo no solo no se vino abajo, sino que entre más trabajo hacíamos, más daño hacíamos y poca gente se enteró siquiera que ya no estábamos haciendo lo que siempre habíamos hecho con tanto afán. Ese descubrimiento fue impactante e importante, porque nos sentimos liberados... y entonces comenzamos a vivir.
Luego descubrimos la soledad buena, aquella que logramos por voluntad propia. Se intensifica nuestro compromiso con nuestra compañera (o) cuando desarrollamos la habilidad de darnos mutuamente nuestros espacios de soledad buena.
Podemos dedicarnos a la lectura, a la música, a escribir, a analizar desde la virtud de la distancia y a hacer muchas cosas juntos sin apremio ni presiones impuestas desde afuera.
En estas condiciones, lo espiritual supera todo dogma religioso. Para usar unas palabras de Tunström: “Dios no existe... Simplemente, creemos en Él. Es precisamente su ausencia la condición necesaria para su existencia”.
El autor es presidente fundador del diario La Prensa

