Deseo analizar la nueva modalidad de resolver los problemas humanos, no con paciencia, solidaridad y compasión civilizada, sino con la nociva disposición de calificar como tóxicos a quienes resentimos, nos desagradan, o cuya personalidad temporal o de forma duradera consideramos molestosa.
Tóxico significa venenoso. En mi juventud no existían personas venenosas en mi barrio, mis amistades o familia. Podíamos ser problemáticos, podíamos enemistarnos. Pero la persona no era un veneno.
Aunque se propone de forma metafórica, quienes caen en ese juego lo entienden en su acepción literal. “Mi compañera de trabajo es tóxica. Por eso no le hablo ni la tomo en cuenta. Me hace daño”.
Es egoísta la persona que se atribuye el derecho al bienestar emocional, condenando al “tóxico” a un ostracismo seguramente inmerecido.
Los que hasta ese momento ignoraban la existencia del veneno que lo rondó en su historia pasada y/o presente, se enteran cuando acuden a algún sanador mental. Entonces son conducidos por una senda profesional para trabajar conjuntamente en el proceso de identificar la persona o personas “tóxicas”, culpables de los malestares emocionales del paciente.
Quiero dar una voz de alarma sobre este fenómeno, que ya ha permeado la cultura panameña, con los daños a esperar. Estamos viviendo con madres, esposos, hermanos, vecinos, amigos y opositores políticos, a quienes tratamos literalmente como veneno. Detengámonos. La gente, como dijo Ortega y Gasset, es el resultado de sus circunstancias.
Aceptarnos mutuamente en nuestra imperfecta humanidad redundará en comunidades más pacíficas y más fraternales.
La autora es escritora

