Panamá, 2039. Valentina regresa a su casa a altas horas de la noche, después de haber hecho fila desde las 8 de la mañana para recibir su ración de carne y arroz. Lamentablemente, ese día solo había arroz cuando fue su turno.
Valentina nos relata cómo es su situación día a día: no tiene agua y debe ir al río a unos 10 kilómetros. Dice que la última vez que salió agua de sus tuberías fue hace un mes. Mientras hablábamos con ella, se fue la luz—algo que ella describe como normal. “La luz se va entre 5 y 10 horas”, nos dice.
De repente, estalla en llanto y desesperación: “Esto es inhumano, ¿quién puede vivir en estas condiciones, sin agua, sin luz, sin medicinas? Esto no fue lo que nos prometieron. ¡¡¡Todo fue un engaño!!!”
Votamos por políticos nuevos que prometieron acabar con los mismos problemas de siempre, pero después de un tiempo comenzaron a decir que, por el bien común, había que regular los sectores económicos, que la forma de acabar con la desigualdad era cambiando el sistema económico. Aseguraban que había que ponerle un alto a las altas ganancias de los empresarios.
Nos cuenta Valentina que, en ese entonces, ella apoyaba todas esas ideas. Tenía unos 20 años, y en la universidad sus profesores hablaban sobre el socialismo democrático y cómo el sistema neoliberal estaba destruyendo Panamá. Le decían que el libre mercado y su supuesta mano invisible no se regulaban por sí solos y que solo eran una excusa para que los empresarios siguieran enriqueciéndose a costa de los demás.
“Usualmente posteaba en redes contra todos esos ‘fachos’ que querían vender las ideas del libre mercado, diciendo que el precio justo era el precio que se establecía en el mercado. Recuerdo cuando esas personas decían que el agua, la luz, la vivienda, nada de eso era un derecho más allá de que nadie podía impedirme tener acceso a ello. Yo les respondía diciendo que eran unos fascistas, unos libertontos que odiaban al pobre”.
Valentina era una defensora de la distribución de la riqueza y creía que el Estado debía tener un rol importante en la economía. Como muchos otros jóvenes, apoyaba la idea de que nada debía privatizarse; al contrario, todo debía pasar a manos del Estado.
En ese tiempo, nos cuenta, se debatía la reforma de la seguridad social. Un grupo abogaba por una reforma hacia un sistema de pilares, pero ella apoyaba la idea de volver a un sistema de reparto, aunque esto no implicara ajustar ninguna medida paramétrica. También estaba de acuerdo en que el agua y la electricidad debían ser más baratas y que, si pasaban a manos del Estado, “quizás serían más baratas, porque el panameño se merecía una luz barata”.
Así, muchos políticos que pensaban como ella, formados en la misma universidad y con los mismos profesores, comenzaron a introducir ideas progresistas (colectivistas) de manera sutil. Poco a poco, esa coacción estatal, en nombre de la justicia social y el bien común, pasó factura.
Llorando, Valentina nos dice: “Quizás en aquel entonces la luz era cara, pero había. El agua ni hablar. Nos negamos a volverla una asociación público-privada y la dejamos en manos del Estado, porque así el agua iba a ser barata. Ahora ni hay agua.”
Los empresarios “ricos”, a quienes decían que había que subirles impuestos, ya no están, y con ellos se fueron sus inversiones. Ahora no hay trabajo. “Yo tenía mi pequeña empresa, pero la tuve que cerrar. Las regulaciones y los altos impuestos terminaron afectándome y obligándome a cerrar. Ahora estoy desempleada.”
“¡Qué ingenua fui por dejarme llevar por estas ideas colectivistas! ¿Cómo pude creer que esta vez sí iba a funcionar?”
El autor es miembro de la Fundación Libertad.