La delación -algunas premiadas, otras por amenazas y muchas más como resultado de la ignorancia y el fanatismo- ha sido clave en la historia universal de la infamia. Una historia que, por los vientos que soplan, no tiene fin.
Pongamos por caso la Inquisición. El proceso que culminaba con la muerte en la hoguera, comenzaba con la juramentación de colaboración de las autoridades tan pronto el inquisidor llegaba a una localidad. Más tarde, tras la misa celebrada para la ocasión, el inquisidor exhortaba a los feligreses a que delataran a los vecinos herejes y leía el edicto que establecía el plazo para ello, so pena de excomunión.
En 1500, en tiempos de Torquemada, el citado edicto se denominó “edicto de fe” y se transformó en la obligación de los cristianos de delatar ante el Santo Oficio a los sospechosos de herejía. Y como los inquisidores no estaban para perder el tiempo, nunca dejaban una ciudad sin haber pasado por las llamas a alguien, previo despojo de sus bienes.
El resto es historia documentada: los autos de fe, las horrendas torturas, las atrocidades, los despojos e incluso una bastante tardía disculpa. En 2000 -hace nada- el entonces papa Juan Pablo II pidió perdón por los pecados de la iglesia contra los judíos, herejes, mujeres y un largo etc. Pedía perdón por “los errores cometidos en el servicio de la verdad, recurriendo a métodos no evangélicos”.
Pues esos métodos “no evangélicos” siguen vivos y coleando estos días donde no se encienden hogueras, pero se esparce un peligroso odio que pretende echar atrás el reloj de la historia. Un odio que está en las antípodas del amor al prójimo que debería inspirar a quienes se dicen seguidores de Cristo. Pero sigamos, que de delaciones y delatores está empedrado el camino del infierno.
Un montón de siglos después, en 1950, los convulsos años de la Guerra Fría produjeron en Estados Unidos el macartismo, esa nueva inquisición dirigida por el senador republicano Joseph McCarthy, un iluminado que inició el mayor caso de vigilancia masiva en la historia de Estados Unidos del siglo XX.
Durante 15 años, Estados Unidos vivió sumido en una paranoia que hizo a muchos recordar los antecedentes puritanos de Salem, aquellos procesos donde las mujeres se convirtieron en brujas por la magia de la delación, siendo ahorcadas bajo el signo de la cruz
McCarthy se ensañó particularmente con gente de Hollywood, pero también con periodistas, funcionarios e incluso militares, quienes fueron arbitrariamente acusados de simpatizar con el comunismo. Unos años y mucho sufrimiento después, el inquisidor moría de cirrosis a los 48 años.
Así llegamos a nuestros días, con el aterrador fallo de 6 de los nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, que elimina el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos. Un fallo que provocará, por mandato de diversas leyes, delaciones, acusaciones, condenas, muertes y mucho sufrimiento. Una nueva inquisición que tendrá como víctimas a las embarazadas, familiares, doctores, personal médico, farmacias.
Las leyes que rápidamente han puesto en vigencia en muchos Estados tras el fallo de la Corte, incluyen viejas prácticas inquisitoriales adaptadas a los tiempos que corren. Por ejemplo, algunas ordenan a los ciudadanos que denuncien a quien haya facilitado un aborto, incluso si la información se dio por teléfono.
Existen propuestas legislativas que incluyen recompensas para quienes den información sobre mujeres que hayan salido del Estado para hacerse un aborto. Según señala un artículo de The New Yorker, se trata de una regulación solo comparable con las leyes que aplicaban a esclavos fugitivos en 1793.
Frente a este panorama, cualquier pérdida será sospechosa y podría ser investigada como delito. Los fiscales tendrán acceso a mensajes, información de movimientos físicos, compra de medicamentos, aplicaciones que siguen el ciclo menstrual, y pueden llegar a determinar que se trata de un aborto y en consecuencia, un delito.
La situación es tan grave, que las mujeres que tienen un embarazo de riesgo, están ya enfrentando dificultades para ser atendidas, porque de producirse una pérdida, todos serían sospechosos de haber cometido un crimen.
Como sabemos bien, esta nueva cruzada tiene su capítulo panameño y su cantalante, la diputada Corina Cano, seguramente se prepara para una nueva arremetida de su proyecto sobre inscripción de no nacidos. Una ley que pareciera inocua por absurda, pero que tiene como propósito identificar abortos. El siguiente paso será procesar y condenar como parte de un plan global de la extrema derecha religiosa. Todo mientras blande con tono rabioso una Biblia, que considera debe ser el libro sagrado de todos los panameños.
Tristemente, la diputada fundamentalista no está sola. En septiembre de 2020, una mayoría de hombres-magistrados de la Corte Suprema determinó en un proceso sobre esterilización, que “…la mujer por sus características físicas y biológicas, específicamente la maternidad, dista mucho de ser semejante al hombre...”. Con este nuevo espaldarazo a la inequidad de género, los derechos reproductivos de la mujer panameña y su libertad, quedaron en manos de jueces que ponen sus creencias religiosas y patriarcales por encima de la justicia. Como en Estados Unidos.
La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana, TI Panamá