José es un niño de 12 años que llegó a mi consulta por dolores en la espalda y en las rodillas. Durante la conversación, me llamó la atención que no le gustaba tomar agua, sino únicamente refrescos azucarados. Su día transcurría frente a pantallas, ya fuera haciendo tareas, viendo redes sociales o jugando en línea. En casa, el consumo de frutas y vegetales era limitado, pues su familia los consideraba cada vez más costosos. Tampoco salía a caminar, porque en su barriada no había aceras ni parques.
Al examinarlo, observé que su peso no era saludable en relación con su edad, sexo y estatura. Su composición corporal reflejaba un 40% de grasa y un nivel de grasa visceral de 15, cuando lo normal es entre 1 y 9. Estos valores me preocuparon mucho, ya que lo ponían en un riesgo muy alto de desarrollar enfermedades metabólicas como la diabetes, afecciones cardiovasculares, problemas de salud mental e incluso un mayor riesgo de padecer cáncer en el futuro.
Sin embargo, lo más preocupante es que muchos aún piensan que la obesidad es simplemente una falta de voluntad. Creen que las personas que viven con obesidad podrían cambiar si tan solo tuvieran “más ganas” o “menos pereza”. Pero la realidad es muy diferente.
La obesidad es una enfermedad compleja en la que intervienen factores genéticos, ambientales y psicosociales. No es solo el resultado de una mala alimentación o la falta de actividad física, sino de un entorno que, en muchos casos, dificulta las opciones saludables. En el caso de José, su dieta estaba influenciada por la economía familiar, su sedentarismo estaba determinado por la falta de infraestructura y su consumo de azúcares estaba reforzado por la fácil disponibilidad de bebidas azucaradas.
En enero de 2025, una comisión internacional de 58 expertos publicó en la prestigiosa revista The Lancet una redefinición de la obesidad y nuevas estrategias para su manejo. En este estudio, se criticó el uso exclusivo del Índice de Masa Corporal (IMC) para diagnosticarla, ya que puede subestimar o sobrestimar la cantidad de grasa corporal y no ofrece información precisa sobre la salud individual. En su lugar, los expertos propusieron utilizar medidas adicionales como la circunferencia de la cintura o evaluaciones de la grasa corporal. También introdujeron una nueva clasificación:
Obesidad preclínica: exceso de adiposidad sin alteraciones en tejidos u órganos, pero con alto riesgo de enfermedades futuras.
Obesidad clínica: cuando el exceso de grasa ya afecta la función de órganos y tejidos, generando complicaciones.
Esta nueva definición busca un abordaje médico más preciso y tratamientos personalizados. En este sentido, es fundamental destacar que el tratamiento de la obesidad debe basarse en cuatro pilares fundamentales:
Nutrición adecuada: no se trata de dietas restrictivas, sino de aprender a elegir alimentos nutritivos y accesibles para la familia.
Actividad física: encontrar formas seguras y accesibles para moverse más en el día a día, sin que sea un castigo.
Salud emocional: la obesidad tiene un fuerte impacto en la autoestima y el bienestar mental. La atención psicológica es clave.
Tratamiento médico integral: en algunos casos, puede ser necesario acompañamiento farmacológico o incluso cirugía bariátrica en adolescentes con obesidad severa.
José no eligió vivir con obesidad. No depende solo de él cambiar su presente y su futuro. Necesita un equipo médico que lo guíe sin juzgar, una familia que lo acompañe en sus cambios, una sociedad que no lo estigmatice y un sistema de salud que le brinde un tratamiento integral. Porque la obesidad no es una cuestión de voluntad, sino de oportunidad y apoyo.
La autora es médico pediatra, mamá y promotora del bienestar infantil.