Cada año, cada abril, cada azul es esperado por las familias que en su hogar y corazón albergan un ser querido con autismo. Se alimenta nuestra existencia con la esperanza de tener la oportunidad de salir de esa caja del olvido en el cual están inmersos nuestros niños, jóvenes y adultos, el resto de los once meses del año. La esperanza de que, en este mes, cual ave fénix, se dé el resurgimiento de alguna política, programa engavetado o aniquilado por aquellas fuerzas para los que la discapacidad no es rentable, no aumenta seguidores, no aumenta adherentes, no es su realidad.
Sin embargo, a punto de terminar el mes de abril, vamos retomando nuestro caparazón, elevando nuestras armas individuales, sacudiendo nuestros guantes de boxeo llenos de agujeros de indiferencia y discriminación y ni modo, no queda de otra que dibujar en nuestros rostros la sonrisa más bella que refleje en nuestros niños esa esperanza que nos empuja a continuar en un camino hecho a la medida de nuestra población con autismo, sus familias y algunos ángeles terrenales que Dios y el destino pone en nuestro camino.
Es lamentable que cada año, a lo lejos trate de ser notada una mano azul desteñida, recordando que el mes de abril existe y su desgarro no es del mal tiempo climático, sino del abandono, indiferencia, discriminación y olvido en el que está la población con autismo.
Puede que a lo lejos se levante una mano azul escarchada que muestre su siembra de globos, listar programas, proyectos, presupuestos y avances. Son realidades estatales que no llegan a muchas personas de diferentes estratos, que no cuentan con un apoyo comunitario, con una guía de trabajo en casa o con un apoyo económico como cuidadores desempleados, cuyo sustento económico se centra en la selección de llevarlo a terapia, trabajar en casa o buscar el pan de cada día.
El mes azul no solo es realizar notas destacando todos los años las mismas situaciones; el mes azul debe estar lleno de esa esperanza de un alto número de niños con discapacidad, que están a la espera que a esta misión de vida lleguen los responsables de sacar nuestra población adelante con políticas dignas, con programas de respeto y con ojos de igualdad.
¿Sabrán nuestras instituciones que, en pandemia, nuestros niños con autismo necesitaban un permiso para caminar a las 4 de la tarde? ¿Sabrán nuestras autoridades educativas cómo funcionó la educación virtual de los niños con autismo que no están en el terreno estatal? ¿Sabrán nuestras autoridades sociales cómo hicieron nuestros niños con medicamentos indispensables y con alimentación estricta, con padres suspendidos o desempleados? ¿Sabrán las autoridades de salud cómo ha sido la atención de estos niños con comorbilidades? ¿Sabrá nuestra institución regente de la discapacidad que tomarse casi un año para una certificación solo logra disminuir la calidad de vida de niños con altos costos de terapia, medicamentos, educación y alimentación, entre otros?.
¿Sabrá nuestro gobierno que la indiferencia ante la apertura del Instituto Especializado para el Neuro Desarrollo Integral (IENDI) y la complicidad en el abandono de sus estructuras, afecta a niños que requieren de esa intervención integral y también a aquellos que nazcan, porque no encontrarán la esperanza de una vida de calidad? ¿Qué importa quién la creó? Debiera importarles a quién está dirigida.
¿Sabrán algo? Lo que sí sé yo, como parte de este mundo de la discapacidad, es que seguiremos buscando el apoyo entre nosotros mismos; esperando meses para un examen costoso, limitando los accesos de intervención, asumiendo un sistema educativo de conformismo, esperando el “favor” de la certificación, contando los centavos para comprar medicamentos, luchando contra las etiquetas de la sociedad y gritando a los cuatro vientos las injusticias en las cuales nuestras autoridades solo realizan pronunciamientos. No nos queda de otra; no tenemos alternativa.
La autora es madre de niño con TEA