Palabras



El verso, aquella cicatriz leída en el poema, llega un día que se concreta, y sentimos una mano sobre el hombro de nuestra emoción que nos despierta de nuestra inopia: la palabra se ha convertido en compañera cotidiana, en la Realidad y el Deseo, y el verso feliz de Cernuda se materializa en todas sus dimensiones cifrando el sentimiento: “tú justificas mi existencia”.

Qué extrañeza las palabras, su perfil de aire, sus miserias y grandezas, su decidida capacidad de tañer el alma y la emoción humana, del lector, del que escucha con atenta devoción o distraída tristeza sus mensajes. Materia de arte, barro para trabajar la belleza, desde el principio fue ella, dice Juan, luego se encarnó, cuenta el evangelista más adelante; lenguaje divino, tentadora ficción y casi mentira en otros labios, las palabras siempre serán el todo o la nada intrascendente.

Cuando por fin la palabra se hace carne y habita en nosotros, el mundo es muy otro, es una más alta vida, una actitud azul; las palabras, arrinconadas por los escritores, sometidas las emociones que esconden, ordenadas por la belleza instintiva que pretenden, forman esa sima llamada literatura. Porque todo camino hacia la emoción humana se transita por las palabras hacia lo profundo, hacia el abismo.

Oficio extraño el de escritor, siempre cuesta arriba con las palabras, juntándolas, para rodar cuesta abajo derrotados. Nada tan Sísifo, tan condena, como el buscar escribir aquel verso preciso, aquella imagen nítida, capturar esa emoción que se convierta en una mano que toque el hombro del lector y lo despierte, porque escribir, si no es para despertar, no es más que necedad arrogante.

Y sí, del silencio a la palabra, otro verso feliz, el escritor viene, camina por el laberinto perdiendo a conciencia el hilo, entendiendo que estar perdido es estar, y que hallarse no es más que una ilusión de palabras que nos augura volver a caer como Sísifo para poder seguir escribiendo el abismo.

El autor es escritor

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