Es preocupante la situación nacional de cara a las próximas elecciones. Teniendo 7 u 8 candidatos, no es descabellado pensar que alguno pueda ganar con una tercera parte de la votación o, incluso, menos.
Imaginemos que fuese el 20% y apliquemos a esta cifra el porcentaje promedio de participación electoral (75%). Según este ejercicio, un candidato pudiese acceder a la presidencia con el apoyo de tan solo el 15% de la ciudadanía (20% x 75% = 15%).
Esto representa un problema que podría atenuarse mediante una segunda vuelta. Varios hemos propuesto esta solución; en lo que a mí respecta, he sugerido que se aplique a todos los cargos uninominales, no solo a la elección presidencial. Sin embargo, los factores de poder se oponen. No ganarían como logran triunfar, aun con la oposición del grueso de la ciudadanía, bajo el sistema imperante de mayoría simple.
Bajo los supuestos planteados, el próximo mandatario asumiría el gobierno con un mínimo de respaldo popular y con una inmensa mayoría en contra. Le sería muy difícil tomar y ejecutar importantes decisiones acerca del sistema de pensiones, suministro de agua, seguridad ciudadana, salud pública, educación, infraestructura y conectividad, entre otros retos y, especialmente, la necesaria, urgente e inaplazable reforma del Estado.
Añádase a la ausencia de una segunda vuelta la posibilidad de un fraude electoral, expuesta en el “Knockout” de La Prensa el domingo (25 de febrero) por quien es experto en la materia. No nos llamemos a engaño: las elecciones panameñas siempre han sido tramposas.
En los procesos electorales se fabrican ganadores mediante la manipulación mediática y de encuestas, compra de votos, robo de actas, impugnaciones, residuos y chanchullos variopintos. El dinero de actividades ilegales, incluyendo el narcotráfico, camina como Pedro por su casa en las campañas políticas y no hay prevención o sanción de ningún tipo.
En cada período constitucional llegan a los consejos municipales y la Asamblea Nacional muchos sujetos que no merecen la curul por no haberla ganado en buena lid. De allí surgen los representantes fraudulentos y narcodiputados. ¿Cómo va a lidiar con ellos un presidente que llegue con el 25%, 20% o 15% de apoyo popular?
Gracias a los adelantos tecnológicos puestos al servicio del mal, no es imposible robarse la elección presidencial. Hay gobiernos autocráticos como los de Rusia y China que se especializan en esos menesteres: crean campañas de desinformación, exportan tecnología para el fraude y ponen ganadores en las elecciones de países democráticos, menoscabando así lo que queda de institucionalidad republicana en el menguante número de democracias en todo el mundo.
En nuestro país no hay ninguna veeduría o acompañamiento ciudadano al Tribunal Electoral, como tampoco ninguna auditoría de la sociedad civil o fiscalización efectiva de sus procesos por las instituciones estatales de control. En consecuencia, ese organismo posee carta blanca para operar como lo tenga a bien (o mal).
El propio individuo que nombró a 14 parientes durante su período advirtió de la “falta de institucionalidad” y de la existencia de “bandos” en ese organismo, “hasta en informática”. Agregó que los magistrados “parecieran ser víctimas de presiones inconfesables” y afirmó que el Tribunal Electoral perdió su credibilidad “para convertirse en un espacio de tribus políticas” (La Prensa, 25 de febrero). Esto es sumamente peligroso.
Súmese a lo anterior que estamos endeudados hasta la estratosfera, que las recaudaciones fiscales son bajas y que se despilfarran en actividades clientelares, incluyendo el pago de sinecuras políticas (las denominadas “botellas”); que la actividad económica está frenada y que los sectores generadores de ingresos enfrentan grandes obstáculos que el gobierno no atiende ni resuelve. El panorama no es alentador y en el elenco de candidatos presidenciales no abundan la capacidad, el talento, la honradez, la creatividad, ni, mucho menos, el patriotismo para hacer frente a los enormes retos que tenemos por delante.
En la antesala de las elecciones —este febrero de 2024— me siento como Simón Bolívar en febrero de 1828, quien, ante las posibilidades de desmembramiento de Colombia —la Colombia que él ideó y fundó— escribe un dramático mensaje a la Convención de Ocaña. Examinando minuciosamente los problemas nacionales, afirma: “nuestro gobierno está esencialmente mal constituido” y agrega: “Nuestros diversos poderes no están distribuidos cual lo requiere la forma social y el bien de los ciudadanos.
“Termina el discurso con una referencia al flagelo de la corrupción, que cae como anillo al dedo a nuestra actualidad: “la corrupción de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y de la impunidad de los delitos.
“Frente a este panorama, toca a la ciudadanía estar más pendiente y ser más exigente. Los panameños hemos dado muestras de capacidad para poner en jaque a los gobernantes por sus abusos y tropelías, y ese potencial debe encaminarse a exigir, como mínimo, un torneo electoral limpio, libre de clientelismo, narcodonaciones y trampas.
Toca al periodismo, en particular, ejercer su sagrada misión con independencia, rectitud y honradez. El periodismo independiente es rara avis en nuestro ambiente, donde los principales medios de comunicación suelen entregarse a intereses sectarios o, en algunos casos, hasta personales.
Fortalecer la independencia mediática es indispensable. Hacia ese objetivo, mucho puede lograrse a través del periodismo de opinión, que debe activarse, promoverse y difundirse con la mayor amplitud.
Seguiré contribuyendo a ese propósito en la medida de mis posibilidades, como lo vengo haciendo hace 38 años, desde que, en 1985-1986, escribí mis primeros artículos. Desde entonces, he publicado aproximadamente 1,800 columnas; desde 2004, cuando fui reclutado como columnista regular en este diario, han aparecido 550 escritos míos en La Prensa.
Hoy, debo despedirme de los lectores tras dos décadas de esmerado servicio quincenal, no sin antes reiterar mi compromiso de seguir aportando al periodismo de opinión con energía y patriotismo, para seguir aportando a la formación cívica y el debate nacional.
El autor es politólogo e historiador, director de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá