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¿Para qué sirve imaginar?

A poco más de un año desde la histórica movilización de octubre de 2023, es posible afirmar que la coyuntura, al margen del contrato minero, se trató de una discusión más amplia –aún en curso– sobre el país que queremos ser. Si bien las calles reunieron una diversidad de posturas que no eran todas necesariamente de corte ecologista, y aunque las protestas coincidieron con un descontento generalizado hacia el gobierno de turno, en gran medida respondieron a la posibilidad (o al riesgo) de consolidarnos o no como un país minero. En otras palabras, la situación nos interrogaba sobre nuestro modelo económico actual, así como sobre la mezcla de actividades productivas que tienen un mayor peso en el país y sus efectos sociales, políticos y ambientales.

El actual debate en torno a la Caja de Seguro Social, que en principio parece muy distinto, comparte algunas raíces con el problema minero, con lo cual también toca aspectos medulares de la economía y el futuro del país. Indudablemente, son problemáticas que requieren conocimiento especializado, aunque delegar todas las decisiones exclusivamente en “los que saben”, de espaldas a las necesidades de la población, es justo la definición de una tecnocracia, cuyos problemas han sido ampliamente analizados por la teoría democrática.

Los politólogos Orlando Pérez y Harry Brown Araúz han trabajado sobre cómo, durante nuestra transición a una democracia liberal, se instauraron determinados consensos acerca del manejo del Estado. Dichos consensos produjeron la estabilidad política de la que formalmente ha gozado el país en las décadas siguientes a la Invasión, pero dieron lugar a una democracia con dificultades para procesar los disensos. Juan Diego Alvarado, también politólogo, ha investigado cómo dichos consensos blindan los grandes temas nacionales de la discusión pública, abordándolos como asuntos técnicos y de gobernabilidad; o dicho de otro modo, con una racionalidad tecnocrática. De ahí que en ambos casos, tanto en el de la minería como en el de la seguridad social, predominen los abordajes enfocados en los aspectos puramente técnicos, alejados de la comprensión popular, y con los usuales llamados a una racionalidad que se erige como la única posible.

Sin embargo, ni el debate público ocurre en el vacío, ni la economía se reduce a la forma en que un país organiza su actividad productiva o distribuye los recursos. El debate público ocurre en el contexto de una sociedad con determinadas características, compuesta por personas con ideas, creencias y perspectivas que, por supuesto, tampoco surgen por generación espontánea. Igualmente, la economía, como actividad humana socialmente construida, implica discursos y prácticas que responden a –y reproducen– determinadas visiones del mundo.

Aunque raras veces nos cuestionamos de dónde provienen nuestras ideas y creencias, o aunque las consideremos objetivas, éstas se forjan en esquemas de interpretación socialmente compartidos en determinada época, lugar y contexto sociocultural, o lo que el sociólogo Cornelius Castoriadis llamó “imaginarios sociales”.

Culturalmente, se suele relacionar la imaginación con el arte, el entretenimiento y la fantasía, pero en diversas disciplinas es un concepto que permite entender cómo construimos colectivamente la realidad social. Lidia Girola, socióloga argentina, explica que los imaginarios sociales conforman el “sustrato” que nos permite movernos en el mundo, y son motores para la acción que crean puntos de cohesión y conflicto. Así es como, en discusiones que en apariencia son puramente técnicas, en realidad intervienen subjetividades colectivas que, al ser excluidas, se corre el riesgo de hacerlas menos democráticas en nombre de una objetividad humanamente imposible.

La política pública de una sociedad refleja sus imaginarios sociales dominantes. Cómo pensamos la desigualdad; qué entendemos por progreso o por calidad de vida; si concebimos la naturaleza como un ente inerte del que disponer ilimitadamente o no; si valoramos las artes y humanidades o priorizamos lo utilitario; incluso algo que creemos tan personal como el significado de una buena vida en la vejez.

Las respuestas que tengamos, no ya como individuos, sino como sociedad, responden a esquemas de interpretación de la realidad a los que nos vemos expuestos a lo largo de nuestras vidas hasta convertirse en valores y convicciones. Justamente, qué imaginarios son dominantes o no es una lucha por el sentido. Es lo que hace a la imaginación profundamente política, porque nos permite pensar lo que es y lo que puede ser. Por eso, cada gran debate es una oportunidad de expandir la imaginación política, y no es posible solo con el conocimiento formal, sino incluyendo los saberes y sentires de la gente.

Al escuchar a un experto, recordemos que hay imaginarios sociales que dieron forma a sus planteamientos, porque el conocimiento tampoco se construye sin contexto histórico-social. Comprender los imaginarios, cómo nacen y evolucionan, revela que la realidad social no es absoluta ni inamovible. Recordarlo es una buena herramienta en momentos de crisis y desesperanza.

La autora es doctorada en Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora asociada del CIEPS.


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