DEFENSA

¿Qué pasó con la autonomía universitaria?

Con el movimiento estudiantil de la Universidad de Córdoba, Argentina, en 1918, la institución universitaria latinoamericana adquirió uno de sus principales –sino el principal– activos que le permitirían organizar su vida académica-administrativa, alejada de los poderes e intereses externos que, la mayoría de las veces, no son correspondientes con la sagrada misión humana de la más noble creación educativa: la universidad.

El rector de la Universidad de Panamá (UP), Eduardo Flores Castro, señaló que la autonomía universitaria hubo de asistir a un desarrollo histórico que significó sacrificios. El educador Federico Velásquez habla de una autonomía relativa entre 1935 y 1946. Sostiene que en todos esos años la UP no gozó de autonomía; los estudiantes no tenían casi intervención en la vida de la institución y cuando se aceptó fue de manera muy mediatizada.

Pero bien, fue en 1943 cuando un movimiento de profesores y estudiantes emprendió esfuerzos para el logro de la autonomía. Se registró la intervención adversa del entonces ministro de Educación, Víctor Florencio Goytía, que llevó a la destitución de los profesores Georgina Jiménez de López y Felipe Juan Escobar; a la renuncia de profesores y a una huelga estudiantil que duró cerca de un mes. De esto resultó el Decreto 720, de 17 de noviembre de 1943, que otorgó una autonomía transitoria, que se concretó definitivamente en 1946 a consecuencia de una huelga estudiantil iniciada el 8 de junio.

No cabe duda de que la autonomía universitaria ha sufrido los intentos de vulneración, principalmente, por intereses que no le son “convenientes”, puesto que al final serán gananciosos, si el descalabro hace presencia en la universidad. El compromiso de renovación de Flores contempla la responsabilidad ineludible de defender la autonomía, lo que significa asumir las conductas pertinentes para frenar cualquier posibilidad de afectarla. Los pronunciamientos de organismos externos a la UP sobre los asuntos que le son privativos a esta no deben ser aceptados y menos negociados.

La autonomía no es únicamente un concepto, es una realidad objetiva que no debe ser invocada solo para el discurso conveniente, sino para la defensa de la institución. Si de eso se trata, no estaremos siendo consecuentes con ese sagrado principio y tampoco con la institución que ha sido faro de la educación superior.

Cualquier pretensión de entidades, muchas desconocedoras de la mismidad de la institución y del funcionamiento de los órganos de gobierno (para citar un ejemplo), debe ser rechazada, pues los pronunciamientos sobre sus políticas y decisiones corren el riesgo de lastimar la autonomía. Los juicios emitidos deben ser cuidadosamente examinados, porque podríamos estar permitiendo la intervención en los asuntos internos universitarios y eso es sumamente grave.


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