Hasta este 12 de diciembre, líderes de gobiernos, del sector privado, la sociedad civil y ONGs de unos 190 países, se reunieron en Dubai, Emiratos Árabes Unidos, en el marco de la conferencia sobre cambio climático de la ONU, COP 28, en la que se buscaba trazar el plan de acción para reducir de manera drástica las emisiones de gases de efecto invernadero, y así impactar en la reducción de la vulnerabilidad a las personas y sus medios de vida.
Como era de esperar, había grandes expectativas: por un lado, estaba el balance del progreso logrado tras el histórico Acuerdo de París de 2015, aunque, el mayor interés estuvo en los acuerdos que se lograsen en los temas del financiamiento, y es que, si bien hay consenso en que la acción por el clima no puede esperar, todavía no está muy claro cómo se costeará.
En su mensaje de apertura en la COP 28, el secretario general de la ONU, António Guterres, aseguró que “todavía es posible hacer realidad el límite de 1.5 grados [Celsius]. Esto requiere arrancar la raíz envenenada de la crisis climática: los combustibles fósiles. Y exige una solución justa, transición equitativa a las energías renovables”.
Lo expresado por el secretario general puede resultar difícil de comprender, justo cuando la comunidad científica ha concluido que el 2023 será el año más caluroso jamás registrado, ya que las temperaturas en los primeros 10 meses del año estuvieron 1.7 grados Celsius por encima del promedio preindustrial, superando el récord actual de 2016 en 0.1 grados Celsius.
Una vez más: la acción climática no puede esperar, pero ¿qué se está haciendo hoy para no cruzar ese punto sin retorno?
Contrario a lo que se podría contestar a priori, al menos en Panamá se ha venido trabajando -desde diversos sectores- en lo que se refiere a la gestión del cambio climático y como muestra podemos decir que el Istmo es de los pocos países del planeta que puede reclamar ser “carbono negativo” y se podría afirmar que la sociedad panameña, sobre todo la juventud, tiene una alta sensibilidad hacia el cuidado de los ecosistemas y los recursos naturales.
Dicho lo anterior, todavía nos queda mucho por hacer, y es que, por la ubicación geográfica del Istmo y nuestro régimen hidrológico, Panamá es particularmente vulnerable a los efectos adversos de la variabilidad climática y al cambio climático, con impactos tangibles en el deterioro de la salud de la población, así como en la seguridad alimentaria.
Entre las diversas iniciativas en ejecución en nuestro país -y quizá una de las más interesantes- está la Plataforma Nacional de Transparencia Climática (PNTC https://transparencia-climatica.miambiente.gob.pa/), que es un portal de gestión y consulta pública que reúne toda la información de la acción climática del país.
Adicionalmente, este año se inició un proyecto para el diseño participativo del plan nacional de adaptación al cambio climático, (proyecto NAP Panamá) cuyo objetivo es mejorar la base de conocimientos sobre los riesgos climáticos y la vulnerabilidad, a fin de optimizar los esfuerzos a través de planes sectoriales de adaptación en áreas como salud, infraestructura, bosques, agricultura, gestión integrada del recurso hídrico, energía, biodiversidad, asentamientos humanos resilientes y sistemas costeros.
El proyecto NAP Panamá, apoyado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), tiene entre sus atributos que está concebido para desarrollarse a través de un proceso representativo, liderado por las partes interesadas a nivel nacional (sectores público, privado, academia, sociedad civil, etc.), a fin de que participen activamente y que desde sus sectores se convirtieran en actores relevantes para el desarrollo de los planes sectoriales de adaptación.
En definitiva, la acción climática no puede esperar y únicamente con la participación de todos será posible diseñar, financiar e implementar las medidas de mitigación y adaptación requeridas para la resiliencia climática.
La autora es periodista

