Es frecuente, casi todas las semanas, que el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, mencione el Canal de Panamá en sus discursos y entrevistas. Pero todo lo que rodea el nombre del Canal que sale de la boca del norteamericano son mentiras flagrantes. Falsedades como que Estados Unidos vendió el Canal a Panamá por un dólar, o que miles de chinos trabajan y operan el Canal rodeados de letreros en chino, como si esa fuera la lengua oficial del panameño.
Todas estas falacias, dichas por el líder estadounidense, se han escuchado desde su primer discurso presidencial hasta en reuniones de gabinete, como si se tratara de una de sus principales promesas de campaña, y que, entre mentiras y presiones, busca demostrar poder. Pero ¿qué ha hecho el gobierno de Panamá ante estos ataques? La respuesta es lamentable: sumisión, entreguismo e incompetencia. Desde el presidente hasta su canciller han demostrado una mala política exterior. Pero ¿cómo podemos proyectar una política exterior eficaz si las políticas internas son también un desastre?
Uno esperaría que, al menos hacia afuera, se dé la mejor cara. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. ¿Qué podemos esperar de un presidente y un canciller cuyos nombramientos de embajadores y cónsules se basan en amiguismo y favores familiares? Para muchos, existe nepotismo. Basta recordar que tanto el hermano como el cuñado del propio presidente de la República son embajadores en Portugal y Japón, respectivamente.
También están los casos de otros embajadores que, lejos de brindar confianza en una política exterior sólida, demuestran improvisación y pago de favores. Como el caso del embajador designado en el Reino Unido, cuya comparecencia en la Asamblea fue una ridiculez, o el del embajador en la India, que durante su evaluación en la Comisión de Credenciales se enteró de que tenía un doble cargo y declaró públicamente desconocer sus funciones.
Todos estos episodios explican la situación actual: una crisis de política exterior que nos está llevando a tomar decisiones sin consulta y que afectan gravemente al país. Esta crisis refleja un pobre liderazgo para defender los intereses de Panamá.
Es bien conocido el giro en la política exterior de Trump, con aumentos de aranceles y amenazas que afectan la soberanía de otros países, como ha ocurrido con Panamá. Las amenazas a Canadá, México o incluso Dinamarca —en su afán por adquirir Groenlandia— contrastan con la actitud de estos países, que han salido a defender con firmeza y valentía su soberanía. Eso es lo mínimo que el pueblo panameño exige: que tanto el presidente como su canciller y todo el cuerpo diplomático defiendan los intereses de Panamá.
Parece que cada vez que el presidente Trump dice una mentira, debemos aceptarla en silencio. Y no debe ser así. Ante una mentira, hay que desmentir. De lo contrario, esa mentira, repetida muchas veces, termina convirtiéndose en una “verdad” internacional.
La firma de los recientes acuerdos entre Estados Unidos y Panamá ha sido una bala disparada por manos panameñas contra la memoria histórica de una lucha generacional por la soberanía. La soberanía, que debiera ser un estandarte, la están convirtiendo en moneda de cambio en negociaciones oscuras, que comprometen la dignidad del país, sus recursos y, sobre todo, su identidad.
Es vergonzoso el silencio y la sumisión de quienes deben defendernos. Parece que, para el presidente, es más importante —tras firmar estos acuerdos— irse a Perú a buscar un caballo de paso, que quedarse en Panamá con su gente, desmintiendo las falacias de los gringos y empujando el país hacia adelante.
Urge dar este mensaje: la soberanía no puede negociarse, alquilarse ni venderse a ningún interés. La soberanía se defiende y se respeta.
El autor es trabajador independiente.
