La Comisión de Trabajo, Salud y Desarrollo Social de la Asamblea Nacional ha acogido— “prohijado”, en la espantosa jerga del legislativo panameño—un anteproyecto de ley “que reglamenta la profesión del politólogo y dicta otras disposiciones”. El mal redactado anteproyecto pretende “regular” una actividad que reconoce, en su primer artículo, como una “profesión liberal”, confundiendo el ejercicio de las ciencias sociales con la práctica de actividades que, por su naturaleza técnica, necesitan ordenamiento estatal.
Entre estas últimas se encuentran la medicina, la ingeniería, la arquitectura, la contabilidad y otros peritajes que requieren una formación vinculada a las ciencias exactas y naturales, disciplinas distintas a las humanidades y las ciencias sociales, cuya formación prioriza la diversidad de perspectivas y modelos, la libertad y la búsqueda de explicaciones racionales a los fenómenos sociales.
La ciencia política es una ciencia social, denominación académica que abarca varios campos del conocimiento, incluyendo la antropología, la demografía, la economía, la geografía, la psicología y la sociología. Tiene su origen remoto en la filosofía y desde finales del siglo XIX opera como disciplina autónoma, aunque el Consejo Académico de la Universidad de Panamá—según la exposición de motivos del anteproyecto de ley—no se enteró hasta 1996.
No es una ocupación “interdisciplinaria”, como erróneamente se ha afirmado, aunque, claramente—como todas las áreas del saber, se enriquece con ideas, métodos, propuestas y tesis de otras disciplinas. Se subdivide en varias especialidades; las más conocidas son la teoría política, la política comparada y las relaciones internacionales.
En la tradición anglosajona, la política estadounidense constituye una especialidad por sí sola. En décadas recientes se han añadido otras, como son la administración pública, las políticas públicas y la política subnacional.
Quienes se dedican al estudio de la ciencia política se denominan politólogos y esta especialización, normalmente, ocurre como resultado de haber cursado un programa académico en una universidad o centro de estudios avanzados. Sus ocupaciones principales son la asesoría política, la formación ciudadana, mediante una activa participación en los medios y otros ámbitos públicos, y—sobre todo—la enseñanza, a través de lo cual realizan un importante aporte social.
En nuestro degradado ambiente, algunos charlatanes se apropian de la denominación de “politólogo” en su trastornado intento por conseguir algún renombre. Algo similar ocurre con quienes usurpan el grado de “doctor” sin tenerlo, entre los cuales se encuentran hasta expresidentes de la República.
En otros entornos más evolucionados, recibirían una sanción social que los obligaría, como mínimo, a abstenerse de tan burda usurpación. En Panamá, sin embargo, donde se desdeña la intelectualidad y se desconoce lo académico, estas conductas chabacanas se celebran. Lo que compete en esos casos es, como se dijo arriba, una sanción social; castigos pecuniarios (como multas) o “inhabilitaciones” para ejercer la profesión, como lo propone el anteproyecto en su artículo 14, son autoritarios, desproporcionados y contraproducentes.
A través de esa y otras disposiciones, el anteproyecto pretende con la ciencia política lo mismo que anteriormente se ha pretendido con el periodismo: limitar su práctica a un grupo de personas sujetas al control estatal mediante la exigencia de odiosas “idoneidades” expedidas por supuestos “expertos” en la materia, en asocio de funcionarios de origen partidista. Así lo dictamina el artículo 6 del anteproyecto, que establece una “junta técnica de politología” compuesta por el ministro de Trabajo y dos profesores de la Universidad de Panamá, a cuyo cargo estará la expedición de dichas “idoneidades”, evidentemente, con criterios sectarios y autocráticos.
Quien no cuente con autorización de esta junta no podría ejercer, entre otras actividades, la asesoría política o la enseñanza o capacitación “en centros de educación superior, instituciones públicas y privadas” (Art. 2). Semejante propuesta, propia de dictaduras, recuerda las imposiciones del régimen militar a través de sus “leyes mordaza” que cercenaban la libre expresión del pensamiento (además de otros derechos).
El efecto deseado, antaño como ahora, es restringir aún más el ámbito de la libertad individual y reducir los espacios disponibles para que los ciudadanos se pronuncien, señalen y censuren los desaciertos del gobierno y la sociedad política.
Lo que da lugar a estas iniciativas, desde la perspectiva constitucional, es, por supuesto, artículo 40 de la Constitución vigente, el cual, tras reconocer la libertad de profesión u oficio, la restringe inmediatamente, sujetándola “a los reglamentos que establezca la Ley en lo relativo a idoneidad, moralidad, previsión y seguridad sociales, colegiación, salud pública, sindicación y cotizaciones obligatorias”. Esta disposición permite que cada cierto tiempo, los enemigos de la democracia propongan iniciativas para controlar el ejercicio de las profesiones liberales, de las libertades individuales e, inclusive, de los derechos sociales, a través de requisitos autoritarios de supuesta “idoneidad” o colegiación y la sindicalización obligatoria.
Sin duda, ese artículo 40 constituye un retroceso frente a lo que estatuía la Constitución de 1904: “Toda persona podrá ejercer cualquier oficio u ocupación honesta sin necesidad de pertenecer a gremio de maestros o doctores”. Facultaba a las autoridades a inspeccionar “las industrias y las profesiones en lo relativo a la moralidad, la seguridad y la salubridad públicas”, y solo exigía “títulos de idoneidad para las profesiones médicas y sus auxiliares” (Art. 29).
El anteproyecto “prohijado” no solo promueve el autoritarismo. Incentiva, además, la mediocridad y discrimina contra extranjeros y contra panameños formados en universidades del exterior, al prohibirles a los primeros el desempeño como politólogos y exigir a los segundos que sometan sus credenciales a la examinación de los “expertos” de la junta técnica. Los títulos de otras universidades serían evaluados por el ministro de Trabajo y dos profesores de una universidad que ni siquiera aparece en los esquemas de clasificación académica normalmente utilizados. Tremendo disparate.
Si verdaderamente estuviese interesada en facilitar el desarrollo económico y el mejoramiento sociocultural, la Asamblea Nacional se abocaría a la adopción de medidas que promueven el reclutamiento de los mejores profesionales del mundo y su inserción en nuestro maltrecho sistema educativo. Si a eso se hubiese destinado parte importante de los réditos del canal desde su entrega a Panamá, este sería un país muy distinto.
El autor es politólogo e historiador, director de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
