Por primera vez, un expresidente de Estados Unidos ha sido encontrado culpable de 34 cargos por un jurado. Después de anunciado el veredicto, Donald Trump se dirigió al público estadounidense. Señaló insistentemente: “Esto fue una vergüenza”. “Esto fue un juicio amañado por un juez conflictivo que era corrupto”.
Tras su condena, Trump emitió señales de renunciar a la carrera que busca retornarlo a la cumbre del poder político. “El verdadero veredicto va a ser el 5 de noviembre por parte del pueblo”, afirmó. “No hicimos nada malo. Soy un hombre muy inocente y está bien”. Él se aprueba a sí mismo, una complacencia que exige a sus seguidores.
El expresidente no cesa de atacar a la administración de justicia de su país. No es nuevo culpar a otro de las trampas, ilegalidades y abusos cometidos por quien detenta el poder. Ha sido práctica rutinaria desde tiempos remotos. Fue el caso de la propaganda pro-Nerón, en el siglo I, para culpar a los cristianos del incendio de Roma.
En Panamá, a fines del siglo XX, por ejemplo, la propaganda pro-Noriega culpaba a sus oponentes de ser traidores a la patria, pese a que el propio general representaba el prototipo de dicha conducta. En años más recientes, notables designados o condenados por asentar su poder en la corrupción y el abuso no han dejado de culpar a otros o de intentar distraer acusando a otros de haber hecho lo mismo.
El abuso desde el poder se disfraza de patriotismo, lucha, trabajo o esfuerzo por los más necesitados. El millonario presidente Trump no ha tenido reparos en utilizar un discurso que convoque a los norteamericanos menos favorecidos o que exigen disfrutar derechos consagrados en su Constitución.
“Estoy luchando por nuestra Constitución”, dijo. La misma carta magna por cuyo intento de violación en enero de 2021 se le podría juzgar, cuando enardeció a multitudes que asaltaron al Congreso.
Se quejó de que “ya no tenemos un país, tenemos un lío dividido”, pero se olvidó de cuando él atizó la división racial en su nación, al justificar y equiparar a supremacistas blancos con quienes se manifestaban, precisamente, contra esa lacra humana.
Su discurso bipolar entre líder heroico y víctima perseguida ha ejemplificado la flagrante demagogia y el afán de torcer la democracia que denuncia en otros: “Pero esta fue una decisión amañada desde el primer día con un juez en conflicto a quien nunca se le debería haber permitido juzgar en este caso, nunca”. Lo reitera una y otra vez: “Estoy luchando por nuestro país”. “Todo nuestro país está siendo manipulado en este momento”. “Esto lo hizo la administración Biden para herir a un oponente, un oponente político”. “Lucharemos hasta el final y ganaremos porque nuestro país se ha ido al infierno”.
“Tenemos un país que está en grandes problemas”. “Somos una nación en decadencia, en grave decadencia”, expresó quien está convencido de que una estrella (como él) puede hacer lo que quiera, hasta tocarle las partes íntimas a una mujer.
Trump fue encontrado culpable, no por haber recurrido a los servicios de una artista porno, sino porque le pagó con fondos de los que no podía disponer para ello y, además, porque maquilló ese pago en informes financieros alterados intencionalmente.
Si la narcopolítica se convirtió en una de las condiciones más degradantes para doblegar un Estado, la “pornopolítica” alcanza ahora un significativo grado de expresión que identifica todo el poder que es capaz de concentrarse en el autoritarismo personalizado del siglo XXI, sin desmarcarse de la democracia o de lo que bien podría llamarse “pornodemocracia”.
El poder autoritario de estos tiempos se excita con y desde su culpabilidad innegable y comprobable, se exonera a sí mismo y se satisface presentándose como el único que es capaz de hacer lo que los demás quieren y necesitan.
Así, Trump juzga a sus jueces, descalifica a los jurados, sentencia a las autoridades, invalida las leyes, para darle a los demás el “beneficio” de su liderazgo.
Todo lo que él identifica como adverso no es otra cosa que un complot contra ese autoritarismo surgido de una democracia mórbida. Es un supremo acto de cinismo, capaz de provocar un fanatismo que lo justifica todo, lo permite todo y lo soporta todo. Es la alienación en su estado más puro.
La argumentación edulcorada del abuso, capaz de intoxicar a grandes cantidades de personas, fluye y se adapta haciendo que todo lo destructivo se aprenda con pasión, por efectivo y contundente, para conseguir los fines propuestos, sin importar que ello implique convertir a los ciudadanos en peticionarios desesperados de su propia desgracia.
Ese es un estilo de gobierno en franca vigencia hoy día, más de dos mil años después de Nerón y, en Panamá, más de tres décadas después de fijarse el rumbo desastroso del “ni un paso atrás”; tres lustros después de diseminarse el mantra de “robó, pero hizo”; una década después de convertirse la justicia en herramienta de corrupción y menos de un quinquenio después de provocada la ira ciudadana contra un Estado con vocación autodestructiva.
El modelo de Trump, por desgracia, tiene un gran impulso de exportación y se toma como paradigma de popularidad política en Latinoamérica, región todavía en búsqueda de gobiernos que verdaderamente respondan al interés de los sectores populares; diferenciados de la corrupción y del abuso. Copiarlo o adaptarlo será otra forma de perder nación, Estado, identidad, paz, tejido social y prosperidad.
El autor es sociólogo.