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Post-electoral

El resultado electoral no tiene un responsable, sino muchos. Sin embargo, sí responde a una investidura cultural que no es solo la de convivir con la pobreza -el abandono es, de hecho, la madre de muchas otras pobrezas-, bien explotada por los farsantes. Ante ese escenario es difícil concebir que la democracia se fortalece con los procesos electorales donde la participación es masificada, pero si algo puede colegirse es que no florece. La población fue a votar con rabia contra las arbitrariedades de los diputados y eligió una Asamblea nueva, pero, al mismo tiempo, el segmento empobrecido por todas las administraciones previas se dejó convencer otra vez por dos promesas y un acto dilatorio con propósito. Una promesa es que la riqueza se materializaría con un poco de “chen chen”; la otra es la de “ayudar” a un condenado que huye por serios delitos comunes. Y el acto dilatorio es la victimización del candidato que ganaría, cuya duración se prolongó hasta tres días antes de las elecciones.

Lo que comenzamos a presenciar y ser testigos desde el martes 7 de mayo, a escasas 48 horas del domingo que parió la mayor debacle electoral del PRD en su historia, en pleno dominio de las envilecidas instituciones del país, es esa suerte de delito y pobreza ética manifiesta en la toma beligerante de las mesas de escrutinio en la capital y en el interior de la República, para alterar los resultados desfavorables. Como si fuera poco, actos pandilleros de obscenos miembros del partido que nos gobernará y del que se va con pena y sin gloria, se fueron observando paralelamente. Es necesario advertir que el robo de la decisión popular solo porque no les favorezca sería una predecible ignición de violentos actos posteriores a las elecciones.

Tres áreas de molestias e insatisfacción en la población son bien definidas: (1) la institucionalización de la impunidad, (2) el secuestro del Estado por la corrupción, y (3) la dictadura de la Asamblea Nacional. Todas ellas y cada una por sí sola tienen el carácter vigoroso para promover violencia y destrucción. Y lo que estamos atestiguando desde hace escasos tres días es una imagen de esos pilares del descontento y la discordia. La corrupción entre algunos funcionarios públicos, algunas dirigencias gremiales o algunos empresarios exitosos no es un injerto, es material cromosómico enriquecido por el ambiente turbio, un proceso epigenético que requerirá muchos años modificar. Tampoco se puede injertar un presidente, un diputado, un alcalde o un representante de corregimiento por el solo hecho de querer hacer mayoría en sus escenarios, por necesidad de legalizar la arbitrariedad o, incluso, por proteger una hoja de ruta para no dejar nunca más el poder que una victoria pírrica otorga o que ni siquiera fue ganada en unas elecciones participativas y mucho menos deliberativas. Quizá esta nueva situación, una forma de “muerte anunciada”, permita a los distraídos entender por qué la campaña presidencial última tenía que ser contra la corrupción, le doliera al corrupto que le dolió y puso todo su empeño en atacar ese discurso.

Cuando el conteo del último voto depositado honra los resultados de la preferencia ciudadana, aparecen oscuros personajes adictos a la vieja política criolla del paquetazo y el balazo. Ellos y sus esbirros bien pagados se proponen otra cosa: mantener vigente por otros cinco años esas áreas de molestias e insatisfacción, por las que la gente atendió el llamado a las elecciones, solamente para volver a usarlas como discurso utilitarista y solo eso. Los partidos políticos vuelven a optar por las prácticas de las organizaciones criminales, porque en sus filas respiran, surgen y vociferan delincuentes de toda la vida.

¿Cuánto tiempo necesitaban los ocho candidatos presidenciales para rechazar estos instrumentos de zozobra y burla? ¿Cuánta más vergüenza hay que sufrir para que convoquen a sus copartidarios y dirigencias a deponer todo instrumento que violenta la decisión depositada en las urnas el pasado domingo? ¿Cuánta más desconfianza es necesaria que permeé a los magistrados del Tribunal Electoral, para que con firmeza cercenen los despropósitos de quienes se han propuesto alterar los resultados de las elecciones? Hay valores y principios éticos que no tienen por qué prescribir por el solo hecho de ser un dirigente o un líder político. Ahora es cuando se demuestra la hidalguía y la honradez.

Ojalá el presidente electo me pruebe equivocado, pero como están las cosas, veo las calles inundadas de protestas y las protestas acalladas para no escucharlas. Sombrío resultado de la larga cría de molestias e insatisfacciones.

El autor es médico pediatra y neonatólogo


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