Tuve una relación de cercanía con la monarquía británica pues a edad impresionable estudié en un internado inglés, donde se llevaban álbumes para pegar fotos que salieran en revistas o periódicos de la joven reina, de sus pequeños Carlos y Anna y de sus perritos corgi.
Una reina lujosamente ataviada, siempre cumpliendo sus obligaciones, que pasaba las temporadas del año inglés, con sus lloviznas pertinaces y helados inviernos, en sus castillos y palacios favoritos, en nada la desmerecía. Por el contrario, reforzaba el cuento de hadas.
La institución monárquica de vieja data y atrasadas costumbres sirvió a su país en la guerra cubriendo a los súbditos con su mística; ayudó a que resistieran el estruendo de las bombas y la destrucción del fuego, el hambre, separados de sus familias y contando muertos.
Los dirigía y acompañaba el sacrificado sustituto de rey, Jorge VI, su esposa a su lado y las dos princesas, Isabel y Margarita, que cumplieron servicios necesarios al esfuerzo bélico. Sin embargo, decidiendo sin remordimientos cometer el pecado capital, el auténtico heredero al trono, Eduardo VIII, se quitó los grillos de la tradición y desoyó la urgencia que vivía Inglaterra, para agarrar su maleta Gucci, renunciar al trono e irse con su vedette norteamericana de pitillera larga y altos tacones, como quien se tira de la borda de un barco al mar, un príncipe que nació con corona sobre su cuna y en cuya educación el gobierno había invertido.
En la serie The Crown, me di cuenta que los aristocráticos habitantes de Buckingham viven como empleados de sus empleados. Obedeciendo reglas, horarios, prohibiciones y permisos de empleados públicos tan arraigados que legan a su descendencia sus cargos.
Ojalá nunca me hubiera enterado de los desenfrenos de Margarita, de cómo martirizaron a la princesa Diana, de lo insulsa que era la reina ni de que la familia real británica es una más, como cualquier otra, y destruido el mito, está en riesgo de desaparecer.
Deseo suerte al príncipe de Gales que más tiempo esperó el trono para convertirse en Carlos III. Pero, ¿cómo volverán sus súbditos a creer en el cuento de hadas?
La autora es escritora