Panamá no ha hecho cambios a su Constitución Política desde el año 2004, y mucho ha cambiado desde entonces. Las redes sociales, la inteligencia artificial y los profundos cambios geopolíticos, así como retos como la minería, la corrupción, el tamaño del Estado y su gasto, son cada vez más notorios.
Hay que recordar que la Carta Magna de un país es tanto la estructura como el contrato social de nuestro Estado y nuestra sociedad. Nuestra última Constitución es hija de la dictadura, y en democracia es necesario cambiar de progenitor. Sin embargo, cómo hacerlo, quiénes deben liderar el proceso y cuándo ejecutarlo parecen ser las preguntas más urgentes.
No hace falta recordar que el último intento, iniciado por la Concertación Nacional y destruido por nuestros “queridos” Padres de la Patria, fue un fracaso que elevó a la población a protestas con un alto saldo de detenidos, criminalizados por ejercer su derecho a manifestarse. También es importante recordar que nos gobernaba el mismo partido cuyos fundadores manejaron este país con mano dura y sin democracia durante décadas. Creo que tampoco debo recordar las protestas reprimidas en febrero de este año por la reforma del Seguro Social.
Por esa razón, es crucial definir cómo nuestra sociedad se comprometerá para el futuro. ¿Podemos confiar plenamente en que el Estado realizará esta tarea sin politiquería y con plena transparencia? Después de ver algunas conferencias de prensa presidenciales y su trato a periodistas, la calidad de nuestra Asamblea Nacional, aun con nuevas corrientes políticas, y los fallos contradictorios y tardíos de nuestra Corte, cada vez me convenzo más de que no podemos confiar plenamente en sus actores actuales.
Por ello, es tan importante que este año, denominado “año de la alfabetización constitucional”, como lo ha liderado el doctor Bernal en una gigantesca tarea, la sociedad panameña se prepare para comprender qué es una Constitución y que cada sector social establezca estrategias y acuerdos dentro de sus gremios y comunidades para impulsar candidaturas a la Asamblea Constituyente.
La promesa del actual gobierno es que esta reforma se haga a través de una Asamblea Constituyente originaria durante este quinquenio, y es ahí donde se encienden tanto las alarmas como las esperanzas. ¿Estamos realmente preparados como país para este ejercicio? ¿Podremos los ciudadanos no agremiados lograr una participación representativa? ¿Se incluirán todas las voces, como los movimientos afropanameños, LGBTIQ+, personas con discapacidad y otros históricamente excluidos de la discusión pública?
Solo cabe mencionar que estas minorías han tenido escasa representación en la discusión de la reforma del Seguro Social y, aunque espero equivocarme, sería necesario esperar la reforma electoral para comprobar si mi pronóstico es correcto.
Una nueva Constitución debe ser de vanguardia, incluyendo temas como el uso de la tecnología al servicio de todos, con el ciudadano en el centro; los retos como el acceso al agua y la reducción de brechas sociales; y la defensa real de los derechos humanos, no solo de aquellos que convienen a ciertos sectores. Sin estas consideraciones, el proceso estaría viciado, y yo solo espero estar equivocado en mi temor de que terminemos con otra Constitución con apariencia democrática pero con la exclusión de siempre.
El autor es estudiante de Maestría en Docencia Superior de la Universidad de las Américas.