En Panamá, las actividades financieras y no financieras se encuentran bajo un estricto marco de regulación. Bancos, fiduciarias, promotores inmobiliarios, abogados, agentes residentes e incluso casas de empeño deben cumplir con complejos requisitos de reporte y auditoría. La finalidad es clara: garantizar la transparencia, prevenir el blanqueo de capitales y proteger la reputación internacional del país.
Sin embargo, ese mismo rigor no se aplica con igual fuerza a los partidos políticos, que cada año reciben cuantiosos fondos públicos a través del Tribunal Electoral bajo la premisa de “fortalecer la democracia”. Paradójicamente, mientras el sector privado es sometido a supervisión constante y sanciones severas, los partidos manejan millones de dólares del erario con controles limitados y sin un verdadero escrutinio ciudadano.
Un contraste evidente
Para un empresario o un profesional independiente, un error en un reporte puede derivar en multas millonarias o incluso en la pérdida de la licencia. En cambio, a pesar de las constantes denuncias de corrupción y malos manejos, los partidos políticos continúan recibiendo subsidios estatales sin que existan mecanismos efectivos que garanticen la transparencia en el uso de esos recursos.
La asimetría es clara: se exige máxima diligencia al ciudadano y al sector privado, pero se es indulgente con quienes administran los recursos públicos. Este contraste genera desconfianza, alimenta el desencanto con las instituciones y refuerza la percepción de impunidad.
Democracia costosa y frágil
El financiamiento público de la política es defendido como una herramienta para evitar la influencia indebida de intereses privados. Sin embargo, en la práctica, se ha convertido en un mecanismo que sostiene a partidos y dirigentes que, en muchos casos, enfrentan cuestionamientos serios. Más que fortalecer la democracia, este modelo la encarece y la debilita.
El problema no radica en el subsidio en sí mismo, sino en la falta de controles efectivos y en la ausencia de sanciones proporcionales. Una democracia financiada con recursos públicos requiere, necesariamente, un nivel de rendición de cuentas mayor al que hoy observamos.
La necesidad de equilibrar la balanza
Panamá ha avanzado en materia regulatoria para el sector privado, respondiendo a compromisos internacionales y a la necesidad de preservar su competitividad. No obstante, ese esfuerzo quedará incompleto si no se extiende al ámbito político.
El país necesita un marco que garantice que cada dólar entregado a los partidos sea fiscalizado con la misma severidad que se aplica a una transacción bancaria o a un proyecto inmobiliario. De lo contrario, seguiremos viviendo en un sistema desigual: uno en el que se controla al ciudadano común, mientras se otorgan privilegios y flexibilidad a quienes ejercen el poder.
La transparencia no puede ser selectiva. Si Panamá aspira a consolidarse como un país serio y confiable, debe exigir a los partidos políticos —principales actores de la vida democrática— un estándar de rendición de cuentas al menos tan riguroso como el que hoy se aplica al sector privado. Solo así se podrá avanzar hacia una democracia más sólida, creíble y verdaderamente representativa.
El autor es abogado.

