El desprestigio de quienes ejercen la política suele ser considerado como un problema de ética individual. Sin embargo, la generalización del fenómeno también está relacionada con las concepciones predominantes sobre la política, derivadas de la hegemonía del liberalismo conservador, las cuales llevan a los partidos políticos a seguir prácticas que supuestamente funcionan para una democracia gobernable. En este modelo de democracia “liberal conservadora”, quien accede al poder tiene como función impedir que la representación de los intereses sociales minoritarios modifique las políticas públicas que favorecen al gran capital, con las consecuencias de mayor pobreza y exclusión. Por ello, en Panamá hoy, los partidos atraviesan una crisis de representación que afecta a la mayoría de sus votantes.
Lo primero que deben reconocer los políticos electos es que los triunfos electorales no suponen una validación social. Muy por el contrario, estos reflejan la adhesión a un accionar político que no está limitado por las lógicas sistémicas. En gran medida, el voto responde a expectativas claramente diferenciadas. En segundo lugar, existen avances electorales que derivan de firmes arraigos sociales de varios partidos, producto de procesos previos de acumulación de fuerza social y política que se condensan como fuerza electoral. A su vez, la idea de que la única función de los partidos es ser el vehículo para la selección de las élites que establecerán el consenso en el ámbito institucional, en lugar de concebirlos como instrumentos para la gestación de fuerza política en todos los ámbitos de la vida social, es altamente peligrosa.
Parte de las relaciones políticas entre fuerzas comparables implica negociar. Pretender negociar sin fuerza es lo mismo que legitimar la subordinación. Los partidos no solo representan diferencias de votos; también tienen detrás toda la estructura de poder (empresarios, fuerzas policiales, burocracias estatales y partidarias, medios de comunicación), mientras que el pueblo debe construir permanentemente su fuerza social y evaluar, porque es su derecho legítimo, la gestión de sus dirigentes.
La carrera política exige una preparación que, aunque no esté totalmente basada en fundamentos teóricos, requiere, como mínimo, el deseo constante de superación personal. Comprar títulos o preguntarle a ChatGPT no sirve, señores míos. La educación también requiere inteligencia emocional, aceptación y respeto por la crítica, control sobre el pensamiento individual y compromiso con el derecho que se les ha otorgado. Aquellos que ponen la figura de un político bajo el escrutinio público no lo hacen sin razón. Esa gente exige llegar a un consenso con la verdad. Es difícil convencer a los numerosos sectores que se encuentran en los límites de la supervivencia de que ahora están mejor. No lo creen así los indígenas, los campesinos, los niños que mueren por enfermedades curables, los que viven en situación de calle o en el seno de sus familias, los jóvenes desempleados y todos aquellos que alguna vez pusieron un gancho en la casilla equivocada.
En el ámbito político, la crítica se erige como un pilar fundamental que sostiene el correcto funcionamiento de la democracia. Sin embargo, es común observar que ciertos políticos no solo desestiman las críticas que se les dirigen, sino que también optan por defenderse de manera vehemente y justificarse ante su electorado. Este comportamiento no solo evidencia una falta de apertura al diálogo, sino que también puede tener profundas implicaciones en la salud de la democracia misma.
La resistencia a la crítica por parte de los políticos puede atribuirse a diversas razones. En primer lugar, el ego y la necesidad de mantener una imagen pública favorable pueden llevar a estos individuos a rechazar cualquier cuestionamiento. En lugar de considerar las críticas como oportunidades de mejora, prefieren verlas como ataques personales. Esta mentalidad defensiva dificulta el aprendizaje y la adaptación a las necesidades cambiantes de la sociedad.
En segundo lugar, la justificación constante puede generar una desconexión con la realidad. Cuando los políticos se aferran a sus defensas, es probable que ignoren las preocupaciones legítimas de sus ciudadanos. Esta desconexión no solo puede socavar la confianza en las instituciones, sino que también puede llevar a una creciente apatía política entre la población. Esta actitud defensiva puede tener efectos desoladores en el discurso público. En lugar de fomentar un ambiente donde se valore la rendición de cuentas y la transparencia, se perpetúa una cultura de la impunidad y la desinformación. Los ciudadanos, al percibir que sus líderes no son receptivos a las críticas, pueden sentirse desmotivados para participar activamente en el proceso democrático.
La negativa de algunos políticos a aceptar críticas y su insistencia en defenderse y justificarse plantea un desafío significativo para el desarrollo de una sociedad más justa y responsable. Un liderazgo comprometido con la crítica constructiva y la autocrítica es fundamental para promover un entorno político más saludable y democrático, donde la voz del ciudadano sea no solo escuchada, sino también valorada.
La crítica es la puerta abierta al diálogo y a la disposición de mejorar, señores electos. Mantener la cordura y discernir con respeto son cualidades indispensables en los líderes que aspiran a servir a su pueblo de manera efectiva y ética.
La autor es narradora poeta.