En una estrecha antesala de un juzgado de familia, Marthella espera ser llamada por el abogado de su marido, de quien se está divorciando, pues un día descubrió que las avecitas que estaban en el patio de su casa recibían tal cantidad de alpiste, que la plata inexplicablemente empezó a faltar. La espera de Marthella duró tres horas y un baño de calor por culpa de un apagón. Marthella fue invitada a sentarse, mientras acicalaba su peinado arruinado por la humedad.
El abogado la saludó. Marthella lo conocía bien, pues en el pasado también la había representado. Ella lo miró por encima del hombro y no pudo evitar imaginar la procedencia del destellante Rolex que lucía su inquisidor. El abogado le leyó una lista que ella misma había elaborado. Era lo que pretendía llevarse de su vieja vida a su nuevo porvenir.
El abogado le preguntó si eso era todo. Ella asintió, preguntándose si había olvidado algo. Entonces, el hombre del Rolex se dirigió a la juez y le dijo que su cliente no era dueño de nada de eso. Marthella abrió los ojos horrorizada. ¿Será que el muy ingrato vendió todo y me dejó en la calle?, se preguntó. El apoderado de Marthella quiso alegar, pero su contrincante pidió a la juez que le permitiera hacer unas preguntas a Marthella para probar su afirmación. La juez lo permitió: estaba tan intrigada como el resto.
Usted dice que quiere el avión, ¿verdad?, le preguntó a Marthella. ¿Cómo le consta que ese avión es de mi cliente? Marthella sonrió. Pues es que yo he viajado infinidad de veces con mi marido en él. Hasta usted ha estado en algunos de esos viajes ¿No recuerda?
Sí, pero, ¿cómo usted sabe que es de él y no prestado? ¿Usted vio cuando él lo compró? Marthella estaba confundida: pues no, la verdad, no lo vi pagarlo, pero ese avión ha estado en la familia desde siempre. Eso no significa que sea de él, le aclaró el abogado. Señora juez, estos son los papeles que prueban que el avión es de una sociedad anónima de Delaware. No es posible, dijo Marthella, mientras con sus ojos buscaba ausilio, perdón, auxilio de su defensor.
Dice usted que también quiere la casa donde ha vivido en los últimos 30 años. ¿Es así?, preguntó otra vez el abogado del reloj. Sí, él me la prometió en caso de divorcio. Pues no es posible, dijo, porque la casa tampoco es de mi cliente. Pertenece a otra sociedad. Eso no es verdad, se apresuró a reclamar Martella: he vivido allí toda la vida y mis hijos, y él también. Señora, disculpe, ¿sabe cuánto cuesta exactamente esa casa?, le preguntó el abogado. Pues no, pero… Entonces –la interrumpió el abogado–, si no sabe, ¿cómo puede ser suya? Además, ¿cómo sabe que es de mi cliente y no alquilada?
Es obvio, respondió ella, con la paciencia agotada. Apartándose la galluza que le caía desordenada sobre sus ojos, le dijo: eso lo sé de la misma manera que usted sabe que ese reloj que luce con tanta vaina no es suyo. Usted, ¿puede presentarme la factura de su compra? Porque estoy segura de que es más fácil que yo le presente al dueño, que usted la factura.
Déjese de leguleyadas conmigo, que la casa, el avión y el negocio son míos, y si insiste con más estupideces, recuerde que yo firmo sus cheques. Puede que el jet y la casa no estén a mi nombre, pero el negocio sí. Acto seguido, Marthella dejó la sala, mientras el abogado le pedía perdón: ¡Doña, esas preguntas me las mandó su marido, se lo juro!

