“No soy un experto en educación”, admitió el presidente José Raúl Mulino el pasado jueves cuando este medio le preguntó sobre la decisión de la ministra de Educación, Lucy Molinar, de retirar el país de las pruebas Pisa sobre calidad educativa. “Ella es la técnica en esto, yo no. Si ella dice que esa prueba no sirve, ¡es porque no sirve!”. Fin del cuento. Supongo que lo que dice la ministra y el Presidente debemos tomarlo como textos escritos en piedra. El problema es que Molinar no es técnica ni el Presidente experto en educación. Ella es comunicadora y él, abogado, unidos por la política.
El mundo de la docencia es extenso, profundo y abarca disciplinas de las que la ministra no es experta en ninguna, salvo en comunicar. Y, para ser comunicadora, nos debe explicaciones convincentes que justifiquen su decisión. No es suficiente que nos diga que “cualquier prueba sólo confirmará lo que ya sabemos sobre la educación en el país”.
Con ese argumento yo podría decir que no hay que hacer investigaciones judiciales porque me dirán lo que yo sé. Y por eso celebro que Mulino no la nombró en el Ministerio de Salud, porque ya no serían necesarios equipos ni insumos ni laboratorios para que los médicos nos digan lo que a simple vista creen que tenemos. Y ruego porque a nadie se le ocurra eliminar los exámenes en escuelas y colegios. Si los alumnos juran que estudiaron, ¿para qué sirven, si todos sabemos que recibirán buenas calificaciones por su esfuerzo, no?
Mi ignoracia en asuntos educativos no la negaré. No significa, empero, que le daré mi absoluta confianza en un asunto tan delicado a alguien cuya formación en educación ha sido desde lo alto de un cargo político, no desde el ejercicio consuetudinario de la docencia ni en la práctica de las disciplinas que intervienen en el complejo proceso de enseñanza-aprendizaje. Allá el presidente, que tendrá que cargar con la esclavitud de sus palabras, al igual que Molinar. La simplicidad de sus argumentos es comparable a la acromatopsia.
Las pruebas Pisa miden más que el conocimiento de un estudiante en matemáticas o ciencias. Se diseñó para evaluar sistemas educativos y ofrece información para saber dónde están los países en ese tema y dirigir esfuerzos precisos para solucionar deficiencias.
Tampoco basta con prometernos que los estudiantes harán otras pruebas. Primero, porque las promesas de un político son solo palabras, no hechos; segundo, porque desconocemos su naturaleza: no sabemos qué miden, metodología, costo y quiénes, cuándo y con qué periodicidad se hacen. No hay duda de que la Unesco tiene el prestigio para hacer estas pruebas sobre la calidad de la educación, pero la ministra, al tiempo que anunciaba la salida de Panamá de las pruebas Pisa, debió informarnos de las ventajas y virtudes de la nueva prueba.
No es un capricho. Quiero estudiantes bien preparados, no carteristas de barrio convertidos en dizque abogados o políticos de cuarta; quiero a profesionales prósperos, a jóvenes entusiasmados con ser mejores ciudadanos, que no estén desilusionados de su educación. Pero, para lograrlo, debemos saber cuáles son nuestras fallas educativas, no ignorarlas, mucho menos restarles importancia, porque, precisamente, eso es lo que nos tiene donde estamos.