Confidencialmente, he oído historias sobre el perverso comportamiento de funcionarios del gobierno pasado, enriquecidos hasta los tuétanos, utilizando sociedades, fundaciones y bancos panameños, sin consecuencia alguna. Mucha de esa gente vale decenas y hasta centenares de millones. Entraron limpios, pero hoy viven como príncipes árabes en la zona más exclusiva de la ciudad, donde disfrutan de la vida que le robaron a pacientes del Oncológico, hospitales públicos o de lo que privaron a millares de estudiantes.
Bancos y abogados, sabiendo a quiénes ofrecen sus servicios, no tienen escrúpulos en manchar la reputación del centro bancario y son, en buena medida, responsables de que Panamá tenga mala fama. Quizás ya no seamos un paraíso fiscal, pero indudablemente pasamos a ser un paraíso para la corrupción, abrazada por abogados que se valen, precisamente, de sociedades y fundaciones para ocultar lo mal habido en bancos locales y extranjeros. El negocio de la corrupción, como se ve, no solo es de los políticos.
El estigma contra Panamá se fundamenta en la inutilidad de nuestras instituciones de control. Todo aquí se maneja políticamente, un mercado en donde se venden funcionarios a cambio de millones que terminan en ciertos bancos que el resto de la comunidad bancaria local y las instituciones de control saben a qué se dedican. Por favor, lo sé yo, ¿no lo van a saber ellos?
Dicen que los Panama Papers acabaron con la reputación del país, que periodistas locales e internacionales esparcieron la patraña de que se lava dinero con esas sociedades. ¿Acaso los corruptos no recurren a abogados para crear esquemas para esconder la plata robada? Eso sin mencionar a abogados que, al frente de instituciones estatales, idean formas de robarle los fondos que van a parar a los bancos, seguramente recomendados por los mismos abogados que fabricaban cuchillos, pero que no tenían culpa de que sus clientes los usen para matar.
Leí correos de Mosack Fonseca informando a clientes del nivel de seguridad de bancos locales: desde los más estrictos –que la firma recomendaba excluir si el negocio era poco ortodoxo– hasta los que podían ser elásticos, que ofrecían servicios a la medida justa de las necesidades del cliente. ¿Y qué hay de la publicidad de bufetes que anuncian servicios de protección de activos con sociedades y fundaciones panameñas, pero que no ponen ni nombres ni caras de los socios de la firma? Muy limpio debe ser lo que ofrecen.
También debo suponer que es otro cuento periodístico que nuestra bandera la ponen a ondear en la popa de barcos que trafican armas; que contrabandean petróleo, que sirven para eludir sanciones internacionales contra países cuyos líderes son considerados terroristas. Gran negocio de esos abogados que detestan los Panama Papers, no porque sean los más nacionalistas, sino por el dinero en juego. ¿Me pregunto si piensan en Panamá o en sus bolsillos?
Conozco abogados que no quieren saber de sociedades ni fundaciones, salvo para clientes que conocen muy bien. Y sé de otros –como el desaparecido y otros que figuran en investigaciones periodísticas similares– con “supermercados” de sociedades locales y extranjeras, incluida la de una remota isla del Pacífico, jurisdicción creada prácticamente por ese bufete para constituir sociedades que protegían quién sabe qué. No dudo que esos abogados, banqueros, políticos y empresarios quieran a Panamá, pero ¿para qué la quieren?


