La frase que da título a este artículo no es mía. Hace parte de un análisis del prestigioso politólogo peruano, Alberto Vergara, sobre la situación política de su país. Sin embargo, la tomo prestada porque nos representa, con perdón por la redundancia. A nosotros también se nos ha podrido la representación política.
Se trata de un deterioro que viene de lejos, incluso de regulaciones nacidas antes de la invasión de 1989 que puso fin a la dictadura militar. Específicamente, la reforma constitucional de 1983 que dio vida a unos circuitos electorales que han provocado una alta desproporcionalidad en la Asamblea Nacional, así como diputados con visiones localistas y clientelares.
Esa desproporcionalidad en la conformación del Órgano Legislativo se hizo aún mayor en beneficio de los partidos mayoritarios a partir de 1994, con la reforma al Código Electoral que introdujo una fórmula de asignación de los escaños por residuo en los circuitos plurinominales que rompe con el principio “un hombre (o una mujer), un voto”. Un horror que sigue vigente.
La cereza del pastel la ponen los partidos políticos que parecen haber renunciado a defender la institucionalidad democrática y el Estado de Derecho. Sus dirigentes se han negado una y otra vez a realizar las reformas legales que se requieren para evitar los graves problemas que tiene el sistema, al tiempo que han convertido a los partidos en maquinarias clientelares, abandonando la vital función de formar a su militancia, a pesar del abundante dinero que reciben del subsidio electoral para esa labor.
Es decir, las normas electorales vigentes y la forma como suelen actuar los líderes políticos, unido a la enorme desigualdad que existe en Panamá, han sido el caldo de cultivo de un proceso que hoy tiene a los partidos divididos en bandos, con bancadas legislativas que no responden a la ideología o los programas de las formaciones políticas que los llevaron a la Asamblea. Hoy los diputados son agentes libres, cuyo empeño es obtener la mayor fuente de recursos y plazas de empleo, para tener contenta a la clientela que les garantizará su reelección.
En ese contexto y con esa realidad, la Fundación para el Desarrollo de la Libertad Ciudadana, en su calidad de capítulo panameño de Transparencia Internacional (TI), hizo público recientemente el resultado de una investigación sobre el rol fiscalizador que cumple -o debe cumplir- el Órgano Legislativo en un sistema democrático.
El proyecto “Fortalecimiento de las redes de rendición de cuentas de la sociedad civil” (Sancus), financiado por la Unión Europea y realizado en otros 26 países donde existen capítulos de TI, implicó una rigurosa investigación realizada durante seis meses por un grupo de investigadores que analizó el marco normativo vigente, así como lo que realmente sucede alrededor de una tarea fundamental que deben ejecutar los diputados en particular y la Asamblea Nacional en su conjunto, como parte de los procesos de rendición de cuentas que requiere una democracia sana.
Los resultados de la investigación (ver libertadciudadana.org) no sorprenden: si bien existen algunas deficiencias en el marco regulatorio, lo cierto es que las normas constitucionales y legales vigentes permiten realizar una medianamente eficaz labor de fiscalización. Sin embargo, esta vital tarea no constituye una prioridad para los diputados.
La Comisión de Presupuesto de la Asamblea es un buen ejemplo. A pesar de que las reuniones son constantes en el infinito proceso de traslado de partidas a requerimiento de las instituciones, no se produce una supervisión financiera que permita saber cómo se utilizan los recursos que se solicitan. Los hallazgos de la investigación incluyen el limitado tiempo que se destina a los interrogatorios de los funcionarios que comparecen, así como la poca participación de los diputados; falta de seguimiento a la ejecución presupuestaria; ausencia de departamentos técnicos que permitan hacer análisis financieros; falta de revisión de documentos vitales como la Cuenta General del Tesoro o el Informe Anual de Contraloría, etc. Además, todo se hace a puertas cerradas.
Otro tema a destacar es el seguimiento de las leyes aprobadas. A pesar de que desde 2021 existe la “Unidad de verificación del cumplimiento de las leyes”, son pocos los resultados que puede mostrar. Por lo visto, tras la famosa foto donde los diputados muestran una carpeta con la nueva ley a modo de trofeo, no suelen involucrarse para que se implementen debidamente o que tengan el presupuesto requerido.
El proceso de fiscalización por excelencia es la citación a funcionarios que, sin embargo, no resulta eficiente porque requiere acuerdos políticos previos que usualmente desvirtúan el objetivo de que el funcionario del Ejecutivo rinda cuentas.
Como digo, no hay mayores sorpresas en los hallazgos del informe Sancus Panamá, pero estos deberían ser un punto de partida para realizar las transformaciones que se requieren para fortalecer la institucionalidad, mediante procesos eficientes que propicien transparencia y rendimiento de cuentas.
Pero la calidad de la representación que mencioné al inicio de este artículo no permite ser muy optimista. Sin embargo, hay ejemplos de diputados que, a pesar de las normas y los sistemas adversos, llegan a la Asamblea Nacional y piden cuentas. Es posible.
La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana, capítulo panameño de TI