Mientras presenciamos la tortuosa ruta que va abriendo el gobierno surgido en las elecciones de mayo pasado -con algunos trechos iluminados y otros oscuros, llenos de baches y peligros-, la tarea ciudadana sigue siendo la misma: participar desde la tribuna que se escoja, en la construcción de una patria democrática y justa.
Estos días vemos cómo se desmontan las bases de las instituciones -ese funcionariado que hace la tarea diaria-, para ser sustituidas por nuevos servidores públicos que suelen no tener experiencia alguna en las tareas que desempeñarán por cinco años.
Nos han dicho -y no es una sorpresa- que las instituciones tenían sus planillas abultadas hasta el infinito, muchas veces con personas que no acudían a trabajar y cuyo único mérito era estar bien conectados con el poder. Que esos sean destituidos es lo correcto; que sustituyan a todos los funcionarios sin otra razón que el cambio de gobierno, es una insensatez.
Cada cinco años vemos el mismo espectáculo de recambio de personal en las instituciones, porque la planilla estatal se usa como botín político. Cada cinco años vemos perderse en el abismo del no ser, los proyectos y programas implementados por las instituciones, sin la más mínima consideración a sus posibles bondades. Tristemente, un servicio civil profesional, técnico y despolitizado, sigue siendo una quimera en Panamá.
Obviamente que desechar lo que no sirve es lo correcto, pero escuchar a los nuevos funcionarios descalificar a su antecesor cuando aún no calientan su silla, resulta desconcertante y falto de elegancia. Soy testigo, por ejemplo, de lo mucho que avanzó el Sistema Penitenciario de la mano de la ex ministra de Gobierno María Luisa Romero, una profesional que había dedicado mucho tiempo a estudiar el tema. Los nuevos funcionarios solo tenían que continuar la senda que con tanta dificultad había abierto, para beneficio del país. No se hizo.
Un caso dramático es el del Municipio de Panamá. Cuando terminó el mandato de José Blandón y Raisa Banfield, dejaron a la nueva administración una serie de documentos e informes que hacían referencia a temas muy importantes para el trabajo municipal, así como proyectos de gran importancia que quedaban por hacerse, pero que ya habían recorrido el camino de análisis y estudio.
Los documentos -que recuerdo haber visto ordenados en el escritorio del alcalde en una foto que publicó la ex vicealcaldesa- incluían temas muy variados como un inventario de los árboles de la ciudad con la información que permitía saber con certeza cuáles debían ser sustituidos, hasta un proyecto de gran importancia para poner fin a las inundaciones en Juan Díaz, donado por los gobiernos de los Países Bajos y España y elaborado con técnicos especializados en el tema. Todos los informes se tiraron a la basura y la mediocridad se instaló en la muy noble y leal ciudad de Panamá.
Igualmente se enterró bajo toneladas de basura todo lo hecho durante la celebración de los quinientos años de fundación de la ciudad de Panamá, como si no se tratara de una fiesta de todos los panameños. Aquella hermosa celebración produjo una gran cantidad de libros, conferencias, conciertos, exposiciones y proyectos de largo aliento, que hacían referencia a una Panamá histórica, diversa, solidaria y posible. Esta ciudad sería otra hoy si las autoridades municipales que, afortunadamente, salieron del Edificio Hatillo por el voto popular, hubieran continuado los planes que surgieron de esa celebración.
Y, ¿qué decir de la cultura de transparencia, tan importante para el buen gobierno y la salud de la democracia? Simplemente no existe, a pesar de que Panamá fue pionera en la región cuando se aprobó en 2002 la Ley 6 de acceso a la información pública.
Con tantos años de vigencia, lo natural sería que los funcionarios y quienes lleguen a regir las instituciones por mandato popular conozcan la ley, su importancia y promuevan su aplicación en las instituciones que dirijan. Pero sucede lo contrario: cuando un ciudadano se acerca a una institución a pedir una información, suele enfrentarse a un difícil camino lleno de obstáculos.
Cada cinco años se repite la penosa tarea de hacer que los funcionarios respeten y cumplan la ley de transparencia, para que entre la luz en los oscuros rincones de la burocracia estatal, donde se esconde la corrupción, el tráfico de influencias, el abuso de poder. Siempre hay oposición.
Los casos más recientes son los del ex director del Instituto para la Formación y el Aprovechamiento de Recursos Humanos, Bernardo Meneses, que tuvo el tupé de contravenir la ley, al emitir una resolución que calificó de reservada la información sobre las ayudas financieras para estudiantes; o el de la saliente directora de Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información, Elsa Fernández, que hizo una muy penosa interpretación de la ley de protección de datos, como excusa para la opacidad.
Por el momento y por fortuna, desde la Presidencia de la República parece estarse impulsando la cultura de la transparencia con la apertura de las actas del Consejo de Gabinete y la anulación de la citada resolución del ex director del Ifarhu. Es un importante inicio, pero hay otras muchas señales de preocupación.
La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana (TI Panamá)