La noticia de las irregularidades en la restauración de la Catedral ayuda a consolidar en la mente de los votantes la desacertada percepción de la inutilidad del sector público.
Inundados con las crónicas de corrupción que nos brindan los medios de comunicación, hemos olvidado los matices que ayudan a cocinar las dinámicas políticas y de administración pública. Quizá los medios se enfocan en vanas piezas de relaciones públicas gubernamentales o en demonizar al sector público como resultado del extremadamente pragmático comportamiento político que demostramos los votantes. Un día formamos fila para recibir un colchón que no necesitamos y al otro nos quejamos porque un vecino fue nombrado en un puesto gubernamental gracias a sus contactos políticos, y no por su experiencia profesional. Nos quejamos de la corrupción de Odebrecht, pero aplaudimos concursos de oratoria que celebran la controversial práctica de abanderamiento de banderas. Evaluamos negativamente la beca universal basados en su desafortunado nombre y en creencias mal informadas sobre subsidios a hogares, pero exigimos a diario que el gobierno repare calles, le añada sonrisas a nuestro sector turístico y controle precios. Y respondiendo a esta superficialidad, los partidos políticos se comportan pragmáticamente, olvidándose de ideologías políticas o de la evidencia para informar sus acciones. Si un colchón atrae votos, ¡que traigan el contenedor de camas!
Ya entramos en el maratón político de 2019, con un buen número de candidatos presidenciales independientes. Inevitablemente, muchos de ellos han usado la lucha contra la corrupción como carta de presentación. Muy pocos han compartido, y los periodistas no han tenido la curiosidad de preguntar cuál sería el rol de la gestión pública en mejorar las condiciones de vida de los panameños si ellos fuesen elegidos. ¿Creen en un rol facilitador para el sector público, limitándose a formular leyes que aseguren el buen funcionamiento del mercado? ¿O en un rol activista, dando incentivos fiscales a compañías o cediendo tierras a organizaciones como la Iglesia católica? Y, ¿cómo lo manejarían? Por ejemplo, ¿cómo decidirían y luego evaluarían el impacto de su plan de gobierno? Nada de esto es física cuántica. El caso de la Catedral sugiere que es más fácil de lo que parece, si logramos separar la política de la gestión pública. Este proyecto, cuya inversión sumaría $17 m luego de su remozamiento interno, no estaba incluido en el plan de gobierno. Hasta junio de 2015, no sé ahora, carecíamos de un estudio de costo-beneficio para evaluar la factibilidad de esta restauración.
Un rápido cálculo hubiese indicado que con un 10% de este monto el retorno social sería más alto construyendo casas saludables a dos bloques de distancia, reemplazando las pilas de zinc que sirven de hogares a decenas de panameños. Y si no estaba en el plan de gobierno, ¿por quién y cómo surge como prioridad? ¿Tenemos el talento local para realizar esta restauración? Y de no tenerlo, ¿cómo remediamos esa brecha de conocimientos? A falta de planificación, las “irregularidades” son inevitables. Quizá si hiciésemos este tipo de preguntas constantemente, enviaríamos un mensaje a la clase política de que nos merecemos y queremos gobiernos eficientes y políticos transparentes.
El autor es economista