Sobre nuestra identidad y autoestima



Soy un asiduo lector y admiro los artículos del comentarista Rodrigo Noriega. Su contenido es excelente y sus consideraciones son cónsonas con nuestra realidad. Sin embargo, me llamó la atención la siguiente frase, tal vez cargada de pesimismo, expresada en el análisis publicado el pasado 3 de noviembre, titulado “La Complejidad de la Independencia de 1903″: “... el país se mantiene en una perpetua crisis de identidad y de baja autoestima ...

Al respecto, algo de historia: en 1904, el entusiasmo inicial que caracterizó nuestra separación, aunado al ingreso de cuatro de los diez millones y al movimiento económico producto de los trabajos de la construcción, se vio pronto opacado por una serie de imposiciones, contra las cuales nuestros primeros gobernantes poco pudieron hacer, empezando por la forzosa entrega de los puertos de La Boca y Cristóbal. Muy pronto caímos en cuenta de las nefastas implicaciones resultantes de habernos convertido en un protectorado como consecuencia de la unánime, pero tristemente necesaria aprobación del tratado Hay-Bunau Varilla. No olvidemos que el documento fue favorecido por todos nuestros próceres.

A este primer trauma siguieron muchos. Los más destacados: las desmilitarizaciones de 1906 y 1912, el control de las radiocomunicaciones, la despoblación obligada de Gatún, Gorgona, Chagres, Emperador y Culebra; las intervenciones en nuestras elecciones y la permanencia de tropas norteamericanas en Chiriquí por varios años a partir de 1918.

Ese mismo año, Ernesto T. Lefevre logró rechazar las aspiraciones del general Pershing, quien solicitaba ocupar Taboga, lo cual fue ampliamente rechazado por la ciudadanía. Pero hacemos especial énfasis en la Guerra de Coto, en relación a la cual Belisario Porras, a quien podemos considerar tal vez nuestro primer gobernante en “retar abiertamente al imperio”, se destacó por su beligerancia y patriotismo. A esta consideración debemos añadir que, pese a la dependencia que sufrimos durante los primeros veinte años de existencia, a mi buen saber y entender, que yo sepa, ningún panameño llegó a expresar o tomó alguna iniciativa para que nos convirtiéramos en “... una estrella más ...” o en volver a ser colombianos... En otras palabras: teníamos desde entonces una identidad.

Durante la década de 1920, se dio la vergonzosa ocupación de la ciudad motivada por los sucesos del Movimiento Inquilinario y, a fines de la misma, se inicia la respuesta, originalmente preñada de patriotismo, de Acción Comunal. Finalmente, intelectuales de la talla de Ricardo J. Alfaro y Narciso Garay, tras el frustrado intento del tratado Kellog-Alfaro, logran en 1936 el Arias-Roosevelt, que entra en vigor en 1939: nuestra identidad se fortalece, ya que dejamos de ser un protectorado.

Otro hecho a destacar, como uno de los de mayor trascendencia en cuanto a identidad, fue el masivo rechazo al convenio Filós-Hines, mediante el cual se pretendía mantener las bases militares en cualquier parte de nuestro país, a pesar de que la Segunda Guerra Mundial ya había terminado. Siguió luego el Remón-Eisenhower, tal vez más concerniente a aspectos económicos, pero acompañado de aquello de “¡... Ni millones ni limosnas, queremos justicia…!

A pesar de todo lo mencionado, la Zona del Canal continuaba en los años 30, 40, 50 y 60s siendo una gran base militar en la que también civiles de varias generaciones, con un gobierno aparte, habitaban un paraíso tropical con entrada restringida a los descendientes de quienes habían cedido un espacio de su terruño “para beneficio del mundo”.

Y entonces empezó aquello de “Soberanía por encima de Economía”; nuestra intelectualidad lidera, se manifiesta y escribe. Arellano Lennox, Boyd, Castillero y Linares siembran banderas y los heroicos institutores se enfrentan valientemente a los zonians en 1964. Hay muertes. Chiari reivindica su apellido, Moreno e Illueca logran proceder con un nuevo tratado, pasan los 3 en 1, llega Torrijos y, muy bien asesorado y tomando ventaja del momento y otra serie de factores, logra nuestra completa re-integración territorial.

Fin de la historia: no tenemos una crisis de identidad. Sin embargo, es correcto afirmar que actualmente nuestra autoestima está lejos de ser la mejor. Hay un honesto y peligroso pesimismo en la clase media y trabajadora, producto de los nefastos ejemplos que han dado nuestros pésimos gobernantes y de la evidente corrupción y el juega-vivo. Si bien estas taras, propias de regiones de tránsito, siempre hicieron parte de nuestra idiosincrasia, ya han alcanzado niveles altísimos durante los últimos años.

Con optimismo, en especial con educadores motivados, tal vez podamos transmitir a nuestra juventud valores y resaltar la importancia que tuvieron estos eventos, poco difundidos. Nuestra historia carece de entreguismo y está repleta de heroísmo.

Sin olvidar la importancia de todo lo arriba resumido, nuestra independencia, en opinión de muchos, debería celebrarse más bien un 9 de enero. Opinamos que lo ocurrido ese día fue lo que terminó de definirnos como una verdadera nación.

El autor es cardiólogo


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