Tenemos miles de iglesias distribuidas a lo largo del territorio nacional, de diversas denominaciones o ataduras dogmáticas, grandes o diminutas, lujosas o rudimentarias, urbanas o rurales, con prédicas esparcidas desde púlpitos o por medio de vocerías espirituales ambulatorias. La cantidad de universidades y bibliotecas, por el contrario, se puede contar con los dedos. Esta disparidad tercermundista se traduce en una sociedad donde fantasía y charlatanería suplantan reflexión y evidencia. Aun cuando la fe no es incompatible con el conocimiento, no hay duda de que creer es más fácil que pensar, lo que convierte a la esfera sobrenatural en algo atractivo: si basta creer en lo que no se ve ni tiene comprobación científica para salvar el “alma”, qué más da. Aparte de la cuestión religiosa, la fe promueve también en la mente no escéptica el surgimiento de otras supersticiones, una vulnerabilidad que es aprovechada por hierberos, astrólogos, adivinadores de lotería, pitonisas y farsantes de toda índole para negocio particular.
Estos temas no suelen tratarse con seriedad y valentía porque existe un miedo cerval a las retaliaciones de los fanáticos y a las eventuales represalias del “más allá”. Pero hay que decirlo con contundencia: hay mucha gente abusando del temor de sus congéneres a lo desconocido y misterioso. La manipulación emocional de la esperanza, una condición propia de la espiritualidad intrínseca o cultural de la colectividad humana, se viene diseminando sin ningún control. Cualquiera con un poco de elocuencia, regido por una calculada audacia, se dedica a trabajar psicológicamente a los rebaños crédulos que necesitan aferrarse a la promesa de una vida mejor y termina apoderándose impúdicamente de las mentalidades incautas. El grado de lavado cerebral alcanza, en numerosas ocasiones, extremos aberrantes: he visto a jóvenes empleadas en el servicio doméstico que donan una parte de sus estipendios, llamados diezmos por los timadores, mientras sus vástagos se quedan esperando con el estómago vacío un litro de leche.
Que la Constitución impone el respeto de toda creencia y propugna por la libertad de cultos, es cierto. Pero la misma Constitución proclama que este es un Estado laico, y en ninguno de sus acápites promueve la profundización de la ignorancia a través de pensamientos mágicos y de nigromancias, como tampoco establece que la gente humilde deba entregar sus escasos ingresos a unos oradores sistemáticos que tienen bien aprendida la lección de fomentar falsas expectativas con base en discursos teatrales, que más parecen pantomimas o sainetes que hondos discernimientos sobre la noción de una deidad o la ética de la existencia. En un mundo ideal, ese magistralmente soñado por la canción Imagine de John Lennon, las multas por publicidad engañosa no solo deben ser aplicadas a los comerciantes de bienes, sino también a los mercaderes de la fe.
¿Por qué la religiosidad que se aparenta en templos llenos de fieles y que supuestamente infunde generosidad y fortaleza moral, no repercute en tener una sociedad más respetuosa de las leyes, más comprensiva a la diversidad, más honesta, menos envidiosa, menos discriminadora y menos injuriosa a la honra ajena? ¿Qué consecuencias positivas está trayendo para la convivencia pacífica esa desmesurada búsqueda de la salvación bajo la tutoría de unas personas intermediarias que en lo fundamental, en sus virtudes y defectos, son semejantes al resto de la humanidad? La proliferación de doctrinas religiosas y de guías espirituales lo que ha hecho es trivializar la idea de la trascendencia. No es posible que haya tantas interpretaciones, todas con presunciones exegéticas, para descubrir los caminos del bien y la bondad. Ahí tiene que haber una inmensa farsa. El amor, la tolerancia, el perdón y la compasión no requieren demasiada explicación, mucho menos recompensa. No es con el rasgamiento de las vestiduras ni con el patetismo lenguaraz, teñido de pecados y demonios, como vamos a elevar la condición ética de nuestra gente.
Mal hace el Estado en permitir la dispersión irracional de la población en pequeños grupos que asumen, cada uno por su lado, el ser los poseedores de la verdad revelada. El Estado laico tiene la obligación de advertirles a sus asociados que las verdades reveladas no existen, que la civilización se ha construido con el profundo dolor que ha costado el enfrentamiento entre los radicalismos ideológicos y el pensamiento libre y crítico; que la conciencia es individual e intransferible, que nadie debe vender su “alma” a un suplantador, y que las universidades y bibliotecas son más necesarias para el progreso intelectual y social de la comunidad que miles de tabernáculos que no enseñan, sino que adoctrinan con el temor al infierno y la condena a los placeres de la carne. El fanatismo religioso que se vive actualmente en Panamá y que ha contaminado todas las instancias gubernamentales, aparte de favorecer privilegios selectivos, está generando inconscientemente el desarrollo de odios, fobias y estigmatizaciones en un país tradicionalmente apacible y pluralista.
Más que la “civilización del espectáculo” de Vargas Llosa, lo que estamos sufriendo es la civilización de la impostura. Este sombrío escenario, en una sociedad profundamente supersticiosa, con paupérrima educación pública y sometida a paternalismos políticos populistas, hace presagiar un futuro tenebroso. Lo peor es que nadie parece prestarle atención a la lúgubre situación. Las lamentaciones posteriores serán estériles. Reflexionemos, por Panamá. @xsaezll