“Fetua”, esa es la palabra que aprendió Salman Rushdie el 14 de febrero de 1989. Porque una cosa es leerla o escribirla, y otra muy distinta es vincularla con tu existencia. El delito, escribir una novela: Los versos satánicos. Dicen que ofende, que es sacrílega, que su autor merece y “todos los que hayan participado en su publicación”, (dijo Jomeini) la muerte.
Hay quienes creen en la libertad de expresión a medias, que es justificable que alguien mate a otro por disentir y ponerlo por escrito. “Es que ofenden”, argumentan, legitimando cualquier acción del ofendido. ¿Qué clase de personas somos si ante un intento de asesinato somos capaces de comprender la “motivación” de los asesinos? ¿No vale una vida más que una idea? ¿No puede un dios omnipotente cambiar la voluntad de disidentes, blasfemos e incrédulos? Un dios que manda a sus “fieles” a matar a los que no le son afines es muy poco fiable.
El fanatismo, político, religioso o de cualquier pelaje ideológico, no puede contar con nuestra tibieza cobarde. La libertad de expresión es un derecho que no solo afecta a escritores o periodistas, sino a todos. No condenen lo que le hicieron a Rushdie y prepárense para que, de ahora en adelante, cualquier ofendido por su opinión, se arrogue el derecho y deber de defender a su dios o ideología política por cualquier medio
¿Quién teme a un escritor? Aquellos que, no pudiendo defender sus ideas, deciden optar por cualquier tipo de violencia con tal de callarles la boca. Apuñalamientos, exilios, cancelación, todo vale y valdrá, por nuestra tibieza cobarde ante un acto deleznable como el del pasado viernes en Nueva York.
Los cálculos del cobarde lo llevan a resultados contra el criterio, y a posturas obtusas que solo le convierten en servidor del fanatismo en cualquiera de sus formas. Ante la libertad de los otros nos queda la valentía de refutar con argumentos, disentir con criterio. Todo lo demás, es violencia absurda.
El autor es escritor