El caso Odebrecht ha sido extraordinario por su connotación. Puso una vez más a flor de piel la descomposición de una sociedad que pareciera transitar de manera permanente por el camino de la corrupción, al punto que esta parece lo principal, mientras la honestidad y la seriedad se muestran como excepciones.
La corrupción con una existencia histórica no da marcha atrás, por el contrario, avanza con pasos rápidos y a una velocidad desmedida. Mientras eso ocurre, recibe también el impulso decidido de los gobiernos que, procurando esconder una realidad, juegan al sensacionalismo y a la estridencia. Con ello no hacen más que contribuir con la podredumbre.
El anuncio de una “investigación” y, con ello, la posibilidad de retorno a las arcas del Estado de lo vulgarmente sustraído por quienes debieron estar amparados por las influencias y las fuerzas políticas y económicas, pudo crear alguna esperanza. Pero pareciera que no es así, y sigue un juego peligroso que puede conducir a situaciones de estremecimiento del ser social con consecuencias nada favorables para el gobierno. Podemos ver cómo principia una cosa, pero a veces con el desconocimiento de cómo termina.
El gobierno ha ido dando el insumo para la cohesión de una conciencia frente al mal de la corrupción. Ello ha permitido que la gente se desplace y se exprese en las calles, y que la pérdida de tolerancia abra espacios a las exigencias y a la rebeldía, con consecuencias impredecibles. Definitivamente, si “los líderes no marchan a la cabeza de las masas, ellas lo harán con las cabezas de sus dirigentes”.
La corrupción perseverante, como siempre, ha tenido la gran capacidad de penetrar toda la sociedad, convirtiéndose, como manifesté, en parte esencial de la gestión pública. La coima o gratificación es un elemento necesario desde la perspectiva de los que la dan y de los que la reciben. Es decir, entienden que sin ella no es posible la burocracia estatal.
Visto así el asunto, la corrupción no ha dejado títere con cabeza. Desde el ser más encumbrado hasta el más insignificante ha sucumbido ante ella. Pareciera que se ha convertido en consustancial al hombre panameño. De manera que el ser virtuoso y estar más allá de toda duda es una especie de rareza en una sociedad que ha perdido el norte y la capacidad de direccionar con sólidos principios la vida de sus habitantes.
Los ejemplos no son los mejores y el caso Odebrecht, que igual ha de dejar títeres sin cabeza, no puede ser tomado a la ligera ni pretender jugar la habilidad para ocultar los rostros y los nombres de los timadores de los dineros del pueblo.
El discurso hecho, que pareciera convertirse en eslogan o en la manida frase de “gobierno transparente”, no tiene ningún sentido ni valor, si los hechos muestran y demuestran lo contrario. Para un gobierno serio y comprometido con los hombres y mujeres del país nada mejor que poner el ejemplo y ayudar a retomar el sendero perdido.