Alguien dijo alguna vez que este es un país de maravillas, donde la práctica de la democracia es admirablemente increíble. Pues parece que tenía razón.
Aquí, un porcentaje considerable de personas necesita vivir, comer, vestirse y comprar cosas que cuestan dinero, pero están desempleadas y sin ingresos. Las carreteras, escuelas y centros de salud presentan serios problemas, y siempre se alega que no hay dinero para atenderlos. Muchas personas trabajan, pero días antes de la quincena ya están pidiendo prestado para la comida o el pasaje. Además, la Caja de Seguro Social enfrenta una crisis porque, según dicen, no hay fondos para pagar a los jubilados. Y esta situación, lejos de resolverse, parece eterna.
Sin embargo, recientemente se supo que el pleno de la Corte Suprema de Justicia decretó un aumento de cuatro mil balboas mensuales para los nueve magistrados. Hasta donde se sabe, ya ganaban diez mil balboas al mes, además de recibir ingresos por gastos de representación, dietas por reuniones y subsidios para asistir a seminarios dentro y fuera del país. Cuando viajan a provincias, el Estado les cubre hotel y alimentación. Sus teléfonos tienen saldo ilimitado sin costo para ellos. No gastan en transporte porque el Estado les proporciona gasolina o diésel para sus vehículos, los cuales importan sin pagar impuestos y a precios preferenciales. También cuentan con conductores privados pagados con fondos públicos.
Aún con todos estos beneficios, los magistrados consideraron necesario aumentarse el salario. La presidenta de la Corte justificó la medida con tres razones: que nunca antes se les había aumentado, que los jueces inferiores sí han recibido ajustes y que, en comparación con otros países de la región, su salario era inferior. “Sancho, cosas veredes”.
Ni siquiera intentaron justificarlo con la labor que desempeñan, probablemente porque saben que su trabajo no resistiría ese argumento. Basta recordar que la Corte Suprema tardó veinte años en resolver la demanda de inconstitucionalidad contra el primer contrato de la mina de Donoso.
Entre jueces de circuito y municipales, abundan las deficiencias en la administración de justicia, desde arbitrariedades hasta una inexcusable ignorancia de la ley. Personalmente, envié una carta fundamentada en el artículo 87 del Código Judicial, que obliga a los magistrados a garantizar una “pronta y cumplida justicia”, pero nunca recibí respuesta ni acción alguna. Más tarde, envié otra denunciando que los jueces de garantías del sistema penal acusatorio resuelven casos sin siquiera revisar las pruebas, basándose únicamente en lo que dice el fiscal o personero. Esta vez, el magistrado Arrocha me respondió sugiriéndome acudir al Tribunal de Transparencia, aunque esta instancia nada tiene que ver con la función de supervisión establecida en el artículo 87 del Código Judicial.
Y así seguimos, en este país de maravillas.
El autor es abogado y profesor.