En Panamá, la fragilidad y las deficiencias del sistema educativo son problemas que no pueden seguir postergándose. La calidad de la enseñanza en el país ha sido asfixiada por diversos factores, entre los que destacan la falta de compromiso de las autoridades encargadas de las instituciones educativas, un currículo académico desfasado respecto a las necesidades de la sociedad y del mundo, y la politización de la educación, por mencionar algunos.
Aunque un mayor presupuesto para educación no garantiza automáticamente mejores resultados, esto se debe a la falta de una estructura de enseñanza-aprendizaje realmente competente y efectiva. Sin cambios profundos en la mentalidad de educadores y estudiantes, no importa cuántas escuelas se construyan ni cuántas computadoras se distribuyan. Según el informe sobre el estado de la educación en América Latina y el Caribe (2023) del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el gasto salarial en educación como porcentaje del gasto público total en la región supera el promedio de la OCDE. Sin embargo, los resultados educativos de América Latina tienen desventajas significativas frente a los países de la OCDE, lo que refleja una ineficiencia técnica. Es decir, la inversión de recursos no está resolviendo los problemas de fondo.
En Panamá, la falta de priorización ha permitido que la educación sea corrompida y politizada, convirtiendo al Ministerio de Educación en un espacio de competencia política. Este panorama varía en cada país, pero en el caso panameño, los errores en el diseño y la implementación de los currículos académicos están generando una pérdida de competitividad frente a otras naciones de la región. Países centroamericanos y latinoamericanos, que ya han comenzado a atraer inversiones comerciales y tecnológicas, cuentan con recursos humanos mejor preparados.
El orgullo nacional de los panameños contrasta con la realidad de un sistema educativo en deterioro, que está relacionado con la politización de la ignorancia. Cultura y educación son pilares de la identidad nacional, y el colapso de uno afecta inevitablemente al otro. La educación en Panamá no solo debe formar estudiantes competentes y productivos, sino ciudadanos íntegros. Los gobiernos deben entender que la prosperidad de los ciudadanos depende de la calidad educativa que puedan alcanzar y que la desigualdad no se soluciona nivelando hacia abajo.
La politización de la ignorancia ha dado paso a una era de mediocridad, donde el aprendizaje ya no se asocia con el crecimiento personal. Los estudiantes se conforman con lo mínimo necesario para aprobar. Saben leer, pero no comprenden; saben hablar, pero no comunican; hacen, pero no construyen. El mérito se ve desplazado por la trampa o el “juega vivo”. En lugar de enseñar que el futuro está en sus manos, se les limita las oportunidades para crear una dependencia que pueda ser explotada políticamente cada cinco años con “soluciones rápidas” que ignoran los verdaderos pilares del progreso: el estudio, el esfuerzo y el conocimiento.
La educación panameña necesita reformas profundas, no solo en infraestructura o tecnología, sino en valores y objetivos. Sin una educación de calidad que inspire, forme y empodere, el país seguirá atrapado en un ciclo de mediocridad y desigualdad.
El autor es internacionalista.