No es un secreto para quienes me conocen, que lo último que hubiera elegido era trabajar como educadora. Aunque, desde siempre, muchos me alentaron a inclinarme por ser profesora, en mi cabeza siempre estuvo sólo hacer ciencia, como bióloga que soy.
Amigos biólogos insistieron en que ingresáramos al profesorado de educación diversificada, que nos habilitaría a enseñar a nivel de premedia y media. Un día, un amigo a quien le debo mucho, prácticamente me sacó de mi casa. Me llevó al Centro Regional Universitario de Colón. Me persuadió durante horas para que completara los formularios de ingreso a la Facultad de Ciencias de la Educación.
La experiencia en el profesorado fue muy extraña: un edificio en remodelación, pocos salones disponibles y grupos de más de cincuenta estudiantes. Gente de pie dentro o fuera del salón durante toda la clase. El plan de estudios no me emocionaba. Algunas materias eran, desde mi perspectiva, poco útiles.
La preparación que recibí en el profesorado no llenó mis expectativas. A pesar de mi desilusión, hubo algunos conocimientos adquiridos que me permitieron aportar en el proyecto Neous Dromous, del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana 2019, que proponía una metodología docente basada en los estilos de aprendizajes. Gracias a este proyecto, descubrí mi vocación como educadora, cuando visitamos una escuela en Panamá Oeste y tuvimos un taller con niños de primaria.
El profesorado no me enseñó cómo ser educadora y, quizá, ni lo básico que debiera saber un docente sobre las necesidades especiales o cómo planear sus clases considerando las realidades de los estudiantes. Hay mucho que me hubiera gustado aprender. Una gran verdad es que la docencia se aprende, ejerciendo.
Cuando inicié como profesora no tenía la menor idea de qué hacer o de cómo hacerlo. Algo sí tenía claro: sabía qué no quería ser. No quería ser la típica profesora que hiciera que los estudiantes detesten la materia por difícil. Tampoco quería ser indiferente ante las necesidades de mis estudiantes.
Mucho menos, quería ser docente únicamente por el salario. Me establecí como condición ejercer con amor y pasión. Tuve muchos temores porque, al ser una profesora joven, quería que mis estudiantes me respetaran como profesional. Me costó acoplarme. Cómo si estuviera escrito, las cosas ocurrieron. Tres años después, han pasado por mis aulas más de 500 alumnos.
Como docente, me construyo día con día. Quiero seguir perfeccionándome. Como bióloga, sigo educándome, porque aspiro a hacer otras cosas. Aún sigo diciendo que no me quiero dedicar para siempre a la docencia, pero, mientras lo haga, trabajaré con toda la pasión del universo. Si, por algún motivo, no puedo darles a mis estudiantes lo mejor de mí, quiero prometerme que elegiré otra vocación.
Ser profesora me cambió la vida, porque cuando me preguntaba cómo podía servir a mi prójimo, me encaminaba justamente en este viaje. Entré a las aulas pensando que enseñaría biología; terminé aprendiendo qué es amar a cientos de personitas de un momento a otro; cómo perfectos desconocidos, terminan siendo parte importante de mi día.
Aprendí qué es preocuparse genuinamente por el bienestar de cientos a la misma vez, ser un poco más paciente; prestar el oído para escuchar las preocupaciones de mis estudiantes, dar un consejo, elevar plegarias por todos y, en ocasiones, llorar en secreto por saber que alguno tiene una dificultad. Aprendí a ser más humana.
Mi principal objetivo como profesora, no es enseñar biología por curioso que parezca, sino formar seres humanos íntegros. Sueño con el futuro próximo, cuando vea triunfar a todos mis estudiantes y no me refiero a lo profesional solamente. Quiero saberlos ciudadanos intachables, con valores sólidos y trabajando por la sociedad equitativa que soñamos.
Invito a todos los docentes de Panamá, a ejercer con amor y motivar a sus estudiantes a ser la mejor versión de ellos mismos cada día. Juntos, desde las aulas, construyamos un mejor país.
