Uno en pijama y los demás dormidos



Desde que tengo uso de razón, el funcionario panameño ha cargado con el estigma de portar una “letra escarlata” que lo posiciona ante la opinión pública como un símbolo de mediocridad y “juega vivo”. Esta reputación, construida sobre una constante falta de ética profesional, refleja la ausencia de integridad y seriedad con la que una parte de la ciudadanía asume sus responsabilidades.

El reciente video, que se difundió en redes sociales tan rápido como fuego en un herbazal santeño, muestra a una funcionaria de la Anati en Bocas del Toro registrando su ingreso de manera casual, en pijama, para luego retirarse. Este hecho es una prueba evidente de un entorno donde la informalidad y la falta de respeto por el deber público han alcanzado niveles de descaro inaceptables.

Este fenómeno, que podría describirse como la “yihad del juega vivo”, ha minado nuestra ya deteriorada marca país, año tras año. El incidente se suma a una serie de escándalos que mantienen al país atrapado en un “síndrome de Estocolmo” colectivo, adormeciendo a la opinión pública.

La respuesta parece limitarse a discusiones en grupos de WhatsApp y a la difusión masiva de la noticia, ya sea para reír o exigir un castigo público que culmine en destituciones. Sin embargo, el daño es mucho más profundo. Vivir en un estado constante de crisis cíclica nos impide reconocer que, ante la inversión local o internacional, quedamos expuestos como una sociedad con una cultura laboral distorsionada, donde el cumplimiento de las normas y la ética se relegan a un segundo plano.

Este panorama deja una imagen poco alentadora y desalentadora para quienes consideran a Panamá como un posible destino de inversión. La dejadez colectiva y el revanchismo político, que impiden la continuidad de proyectos salvo en casos aislados, ponen en riesgo cualquier iniciativa de impulso económico.

El deseo de dormir cinco minutos más o la incapacidad de enfrentar los problemas de manera directa nos deja a todos con un mal sabor de boca matinal. La acción de marcar entrada en pijama y luego abandonar el lugar de trabajo nos invita, inevitablemente, a una “pijamada” colectiva y desagradable. No es que no existan sanciones para este tipo de acciones; antes de una sanción legal, debe haber una pena moral y un nivel de autocensura que evite que estos comportamientos se repitan.

El resultado de todo esto no será una reflexión sobre nuestras acciones, más allá de que la corrupción está tan arraigada en el proceder ético-laboral en todos los niveles, desde el funcionario más alto hasta el más bajo. Esto empujará al gobierno a implementar controles mucho más estrictos sobre los empleados del sector gubernamental y privado, en detrimento de opciones como el trabajo remoto.

Cada persona es adulta y responsable de sus actos, o al menos eso se supone. Pero la desfachatez y la mediocridad son las letras escarlatas que debemos cargar aquellos que no participamos en la “pijamada” pero que, de igual forma, quedamos retratados junto a quienes siguen dormidos en la ilusión de que alguien más vendrá a solucionar el problema que se ha evitado enfrentar durante años.

El autor es amigo de la Fundación Libertad.


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