Pasado el fenómeno de El Niño, hemos experimentado la falsa sensación de que se acabó el problema, pues se normalizaron las lluvias. Es esa sensación la que año tras año nos produce un sopor con el que llegamos hasta diciembre, sin preocuparnos por el inminente regreso de la temporada seca, con todos los problemas que ya conocemos.
Pronto llegará el verano, y se reanudará el llanto y la queja porque nos quedaremos sin agua, se morirán las reses, se perderán los cultivos y un largo etcétera de eventos repetitivos, con los que nos llenarán la cabeza los medios de comunicación, generando estrés y amargándonos la vida. No obstante, esto no es culpa de los medios de comunicación y tampoco es culpa del Gobierno. En algún lugar leí que “la definición de locura es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes”. Y fue, entonces, que todo cobró sentido, pues debemos estar locos para creer que algo cambiará, si no cambiamos nosotros.
Las comparaciones son odiosas, pero por razones de tamaño, clima y disponibilidad de datos online, hice una pequeña investigación comparativa entre Panamá y el Estado de Israel.
El Estado de Israel tiene una superficie de 22 mil 145 km2, una población de 8 millones 134 mil 100 habitantes (2013). Su densidad de población es de 387.63 habitantes por km2, y su ingreso per cápita es de 35 mil 833 dólares. El 50% de su territorio es desértico, con temperaturas que alcanzan entre 25ºC y 40ºC durante el verano, y tan solo el 20% de su territorio es cultivable de manera natural. Aun así, suplen el 95% de sus necesidades alimenticias.
La República de Panamá tiene una superficie de 78 mil 569 km2, una población estimada en 4 millones 5 mil 33 habitantes (2016). Nuestra densidad de población es de 49 habitantes por km2, y nuestro ingreso per cápita es de $11 mil 770. Cerca del 57% de nuestro suelo es reserva forestal, con un clima tropical y una temperatura máxima promedio de 34.1 ºC anual, y casi todo nuestro territorio es cultivable. Aun así, no producimos lo suficiente para suplir nuestras necesidades alimenticias.
Al analizar estos datos, nos damos cuenta de que, al menos en números, tenemos condiciones mucho más favorables que Israel para ser autosuficientes y prósperos. ¿Por qué, entonces, estamos tan lejos de esa prosperidad?
Hay muchas razones, pero creo que la más importante es la forma de pensar. En Israel han tomado las crisis que los afectan (guerras, desiertos, poco territorio) y las han transformado en retos que han ido superando, mediante ingenio y trabajo duro. Nosotros, en Panamá, vemos las crisis como desgracias terribles, de las que nos quejamos y culpamos a todo el mundo, menos a nosotros mismos, hasta que la crisis pase, con el favor de Dios.
Creo que si buscamos asesoría y dirección de los países que han sufrido problemas similares a los que nos afectan a nosotros, nos ahorraríamos mucho tiempo valioso, pues aprenderíamos de la experiencia ajena, iniciando el camino hacia una solución permanente del asunto.
Sin embargo, tampoco tenemos que esperar a que aparezca una solución externa. Está en nosotros cambiar para mejor haciendo cosas simples que, por muy pequeñas que parezcan, hacen una gran diferencia. Sembrar un árbol (o mejor 15), no ensuciar, educar a los pequeños para que entiendan que un entorno limpio es sano, no contaminar ríos y playas, no deforestar, hacer buen uso de los cestos de basura, reciclar, cederle el asiento a alguien en el bus, dar los buenos días al llegar a un lugar y una larga lista de cosas que podemos hacer para mejorar nuestra comunidad a través de pequeños gestos. Si practicamos estos hábitos, muchas veces, se convertirán en buenas costumbres, mediante las cuales nos aseguraremos de dejarle una mejor región y un mejor país a las nuevas generaciones. Recuerde, amigo lector, el verano viene…