Hay un silencio especial que solo se experimenta el Viernes Santo. No es el silencio vacío de la ausencia, sino un silencio cargado de sentido: el que nace del asombro y del amor llevado hasta el extremo. En este día no hay misa. No hay campanas ni cantos festivos. Solo una cruz en el centro y un pueblo que contempla.
En el Casco Antiguo, ese silencio se mezcla con la arquitectura centenaria, las piedras gastadas por el tiempo y las sombras que caen más lentamente. Las calles parecen más estrechas y el cielo, más pesado. La procesión del Cristo yacente, el sepulcro adornado con flores blancas, el luto en los altares: todo nos habla de una pérdida que no es solo histórica, sino profundamente humana y actual.
El Viernes Santo nos enfrenta con el misterio de la cruz. ¿Cómo puede la salvación venir del sufrimiento? ¿Cómo puede el Hijo de Dios morir en la vergüenza de un madero? Y, sin embargo, en esa entrega total está la mayor revelación: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. Jesús no muere como víctima del poder, sino por amor, por fidelidad, por nuestra redención.
Las ceremonias de este día son sobrias y estremecedoras: la lectura de la Pasión según San Juan, la adoración de la cruz, el silencio prolongado. No venimos a pedir, sino a acompañar. No hay palabras que expliquen todo este misterio. Solo queda el gesto humilde de arrodillarse ante la cruz y decir con el corazón: “Gracias”.
Es en la cruz donde se invierte la lógica del mundo. Lo que parecía fracaso se convierte en victoria. Lo que parecía derrota, en triunfo eterno. Y lo que parecía el final es, en realidad, un nuevo comienzo. La cruz es el trono del amor.
En el recorrido por las iglesias del Casco, uno puede ver personas que entran solas, en silencio, y se sientan en el último banco. Algunos con lágrimas, otros con el rostro serio, otros simplemente con la mirada perdida. Todos trayendo sus propias cruces: enfermedades, pérdidas, dudas, culpas, miedos. Y allí, ante el Cristo crucificado, encuentran consuelo. Porque Jesús no nos salvó desde lejos, sino desde dentro del sufrimiento humano: desde la carne herida, desde la sed, desde la soledad.
El Viernes Santo nos invita a detenernos. A dejar de correr. A mirar la cruz no como un símbolo triste, sino como la mayor prueba de amor. A preguntarnos qué cruces cargamos y si las vivimos con fe. Y también, a pensar en cuántas personas sufren solas, sin esperanza, y cómo podemos ser consuelo para ellas.
Cuando cae la tarde y la procesión del Santo Entierro recorre las calles antiguas del Casco, con sus tambores lentos y su incienso espeso, sentimos que algo se ha rasgado en lo profundo. Pero también sabemos que la semilla ha sido sembrada. Y que el amor, incluso crucificado, no muere.
#TodosSomosUno
El autor es Caballero de la Orden de Malta.

