Si hay una característica que ha distinguido a las sociedades latinoamericanas en los siglos XX y XXI, es su inacabable devoción por líderes mesiánicos. Llámese Juan Perón y Hugo Chávez, o Javier Milei y Nayib Bukele. Cuando parece que todo no puede más que empeorar y no vemos una solución a los problemas del país, surge un “salvador” que promete resolverlos todos. Líderes natos que, con su carisma, mano dura y aparente comprensión del sufrimiento del pueblo, aseguran que enderezarán el país. Patrañas.
Sin embargo, este prototipo populista se está convirtiendo progresivamente en la norma en muchos países. Impresentables como Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría o Marine Le Pen en Francia —a quien, hasta ahora, han logrado mantener fuera del Palacio del Elíseo— han encontrado eco en sectores que rechazan el orden democrático establecido. Si algo distingue a estos personajes es su desdén por las instituciones, su carácter autoritario y, en muchos casos, su narcisismo. Cuando llegan al poder, se encargan de socavar el régimen democrático y moldear el Estado a su imagen y conveniencia.
Lo más sorprendente es el fervor casi religioso que buena parte de la población siente por estos líderes, tanto antes como después de alcanzar el poder. ¿Por qué sucede esto? Si bien la respuesta varía según el contexto, hay tres factores principales. Primero, la ausencia de soluciones a los problemas que más afectan a la población, cada vez más ligados a la crisis económica, en muchos casos heredada del colapso financiero de 2008. Segundo, la creciente inversión de gobiernos autoritarios y multimillonarios en aparatos de propaganda que desvían la atención de las causas reales de los problemas y utilizan a grupos minoritarios como chivos expiatorios. Y tercero, el más importante: la falta de responsabilidad cívica, la apatía y la desidia de la ciudadanía.
La democracia tiene muchas características, pero la perfección no es una de ellas. Sin embargo, para que funcione, es vital que la ciudadanía participe activamente en la vida política del país, lo cual va mucho más allá de simplemente votar en las elecciones. La participación política comienza en las instituciones comunitarias y se extiende a la presentación de propuestas en los órganos legislativos, la organización de protestas multitudinarias, las campañas ciudadanas y los debates públicos. Cuando la ciudadanía se vuelve apática ante el estado de sus instituciones, cuando considera que la política es ajena o demasiado compleja, es cuando empieza a ver la democracia como un obstáculo para el desarrollo. Y es entonces cuando surge la idea de que solo un mesías, un autócrata con mano dura, puede resolver los problemas del país. Se aferran a una nostalgia caduca por dictaduras pasadas o glorias idealizadas, distorsionadas por la memoria o la falta de escrúpulos de quienes las enaltecen.
Es imperativo que el pueblo panameño se mantenga firme ante la creciente ola de autoritarismo que amenaza con devorar al mundo y busque aliados en las naciones que aún defienden los ideales democráticos.
El autor es estudiante de matemáticas.

