La primera impresión que tuvo al entrar fue de asco. Sin posibilidad de estudiar o laborar, los días se convertían en círculos de dormir, comer, y ver televisión, practicando juegos de mesa, en el mejor de los casos, amontonado junto a 16 personas más en el interior de una pequeña celda, asevera Manuel Ríos (nombre ficticio), quien fue condenado por un delito contra la salud pública.
Durante 18 meses, la galería C de la Cárcel Pública de La Chorrera se convirtió en su morada. Allí los útiles entre rejas se reducían a una regadera, cinco camas y hamacas, que al no alcanzar para todos los presos, obligaba a que varios tuvieran que dormir sobre el suelo.
En ese piso, sobre cartones, depositaban las necesidades fisiológicas los detenidos, y a otros reos les pagaban para que las botaran.
Las salidas al patio para hacer deporte, hablar, usar el teléfono o pasear se reducen a media hora por semana.
Imaginar la vida familiar es una utopía en la prisión, relata Ríos. Las únicas posibilidades de comunicarse en persona con los suyos, son 10 minutos cada viernes a través de la cerca; las visitas como tales son privilegios reservados para una ocasión cada cuatro meses.
En esa institución no hay custodios, los policías son los encargados de salvaguardar a los presos; el ex convicto prefiere no hablar mucho de la actuación de estos cuerpos de seguridad, que mascullando entre dientes menciona “hacían su trabajo, teniendo en cuenta que el poder está de su parte”, pero en ocasiones dice que coartaban los mínimos derechos de los presos, como las visitas, en caso de encontrar algo inadecuado en la celda.
El menú de la cárcel –lo único que dan gratis apunta– se compone de arroz con una mínima ración de lentejas, guacho de sardinas y café con gusanos. “Por ello casi nunca comí ahí” o aguardaba los alimentos que le hacía llegar su familia, o los compraba a través de la gente de confianza. “Estando dentro se puede conseguir de todo”. ¿Armas, marihuana? “De todo, de todo” recalca.
Esto lo corrobora “La Máscara”, como desea ser identificado quien fue reo y en este momento ejerce como enlace para comerciar a lo interno de algunos centros penitenciarios; la vía de entrada de los productos que ofrece son los custodios y las esposas de los prisioneros; la cantidad que envía depende de la necesidades de los compradores, acota.
Los riesgos se ven minimizados por la rentabilidad del negocio, apunta. “La Máscara” calcula que la droga puede alcanzar un precio cuatro veces superior al que tendría vendiéndola en la calle, y tiene que pasar por otras tantas personas hasta llegar al consumidor.
Desde una perspectiva general, define la cárcel como un negocio que lucra a directores, médicos, custodios, y a los mismos reos.
Basado en su experiencia señala el establecimiento de La Chorrera como uno de los peores, destacando que ni siquiera hay agua potable y el olor a excrementos es insoportable.
Por otra parte, una actual custodia penitenciaria –que por motivos de seguridad no desea revelar su nombre–, con seis años de experiencia a sus espaldas en centros femeninos de Colón y Panamá, coincide en las dificultades de la vida carcelaria, que hacen difícil el reingreso en la sociedad una vez cumplida la condena.
Deja claro que por tratarse de mujeres, las condiciones no son tan extremas como en los centros donde se recluye a los hombres.
Sin embargo, su primer destino, aclara ella, era el más restringido, las detenidas casi no contaban con espacio o actividades que realizar, cuando menos en la época de su paso por Colón.
A su llegada a la capital, la guardiana percibió que las presas tienen mayores oportunidades y más horas de patio, así como televisión, nevera e incluso sartenes eléctricos. “Como si fuera una clase de hogar”, dice.
Pero en condiciones que no siempre son seguras, como en el caso de las inundaciones o las filtraciones de las tuberías, que anegan las residencias y generan problemas sanitarios.
El tráfico ilícito no es ajeno a su trabajo. Sin ir más lejos, da como ejemplo que algunas reas aprovechan sus partes íntimas para introducir cualquier elemento, pero no se olvida de las otras modalidades, pues confiesa que varias de las custodias que deberían resguardar la recuperación de los detenidos también lo hacen.
De las opciones educativas que ofrecen las instituciones penitenciarias, considera que se tendría que dar más para aquellas que quieren superarse. Además, critica la cantidad de comida que se termina por botar, fruto del mal estado en el que se adquiere. Parece “que el Gobierno está tirando nuestra plata”, concluye.
No se logró conseguir la versión del Ministerio de Gobierno, por hallarse de gira el portavoz autorizado.